Ismael Martín, con los máximos trofeos del sexto de Montalvo. ALMEIDA

El nuevo ídolo local

Ismael Martín forma un auténtico alboroto y levanta el clamor en una plaza que puso en pie varias veces: valiente de capote, espectacular en banderillas, templado con la muleta y contundente con la espada. Un botín de cuatro orejas y un rabo. Sale a hombros con Emilio de Justo y un magistral Diego Ventura

Javier Lorenzo

Alba de Tormes

Domingo, 20 de octubre 2024, 22:27

LA FICHA

  • Alba de Tormes. Domingo, 20 de octubre. Lleno en los tendidos.

  • GANADERÍA 2 toros de Murube, para rejones, noble pero a menos el parado 1º; y manso, huidizo y deslucido el 4º; y4 de Montalvo, para lidia ordinaria, de gran calidad el lastimado 2º que se partió un pitón de salida y se dañó la mano; geniudo el reservón y encastado 3º; a menos el 5º; y temperamental el que cerró plaza.

  • DIESTROS

  • DIEGO VENTURA Rejonazo (oreja); y rejonazo (dos orejas).

  • EMILIO DE JUSTO Corinto y azabache Estocada baja (palmas); y gran estocada (dos orejas).

  • ISMAEL MARTÍN Sangre de toro y oro Gran estocada (dos orejas); y gran estocada (dos orejas y rabo).

Ismael Martín se llevó la tarde de calle desde que se abrió de capote ante Cariñoso. Una larga cambiada y toreo de capote de rodillas desató ya el estruendo bajo la cubierta. El eco lo multiplicaba todo. La pasión del torero había trepado por los abarrotados tendidos. Y de ahí en adelante no dejó que la intensidad bajara ni un decibelio. De principio a fin, el nuevo valor de Cantalpino, que ya cautivó en la Feria dio continuidad en el broche del curso en Alba donde dio continuidad a las pasiones y ratificó su puesto de distinción entre charrería, en la que es el nuevo referente.

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Templado de capote, volvió a formar un alboroto en el tercio de banderillas, donde crece a pasos agigantados y tiene el temple como virtud cada vez más asignada. Encima es un cañón con la espada. No solo porque los mata con autoridad, sino por la seguridad con la que enfila la suerte. La mejor formar de amarrar los triunfos... y para él fueron a pares. A Cariñoso le costó ir al caballo, tardo y reservón; y después apretó, esperó y midió, cuando embestía lo hacía a arreones. Lo demostró en banderillas donde no se lo puso fácil a Ismael Martín. Geniudo y temperamental en cuanto le pudo en la tercera tanda, le exigió y bajó la mano, se atemperó aunque mantuvo la virtud de perseguir el engaño siempre por abajo y humillado. Le faltó siempre un tranco a cada viaje. En la quinta serie, cuando lo intentó por primera vez con la izquierda lo redujo a la mínima expresión. Con el toro parado, se lo dejó llegar mucho y aguantó parones y miradas. La estocada no dejó dudas para la concesión del doble trofeo.

La espada fue con la que amarró el triunfo y la puerta grande Emilio de Justo. No tuvo opciones con un segundo que se partió un pitón en el saludo capotero. El crujido estruendoso se clavó en el alma de todos, pero el pitón se sujetó milagrosamente. El público le restó importancia a todo. De aquel batacazo Carterito salió lastimado además de una mano y con las fuerzas al límite. Ni una cosa, ni la otra, ni la siguiente sirvió al palco para no robarle un toro al público al no sacar el pañuelo verde. La nobleza del toro resultó efímera. La estocada de la tarde llegó en el quinto. A Marcador, un toro parado, agotado y que quedó en nada en una faena desinflada. Se hizo el silencio absoluto en la plaza y Emilio de Justo se gustó en la suerte de matar con el regusto de quien sabía que iba a ser la última del curso y pegó una estocada de libro. Por cómo lo trató, por la despaciosidad con la que hizo la suerte, por la rectitud con la que se tiró; la contundencia de la ejecución, la pureza en el embroque y por dónde enterró la tizona. En el mismo hoyo de las agujas. Resultó memorable. Por sí sola fue de premio.

El sexto, el último toro de la temporada, formó un polvorín en la plaza tras el tercio de picar. Nicolás Martín, el picador de turno, soltó la mano de una rienda para cogerse el castoreño y despedirse del palco. El caballo de picar se sintió tímidamente libre, y se botó, como se botó hace dos temporadas en La Glorieta en plena Feria. La escena resultó dantesca. Como si estuviera en pleno rodeo, soltando manos y patas al unísono, al picador lo desmontó y sufrió una caída formidable. El pasaje fue angustioso al verle a merced del equino mientras las pezuñas y toda la mole a cuestas le amenazaban indefenso. Y de ahí en adelante, las indómitas carreras por el ruedo, las acometidas del toro a por él, los dos topetazos que se pegó contra las tablas fueron monumentales.

El toro, Tarambano, se afligía en la cercanía y se hacía fuerte en la distancia. Poderoso y certero. Cuando arreaba encogía el corazón de todos. No fue sencillo cogerle el sitio ni el pulso. A pecho descubierto le plantó cara Ismael Martín con las banderillas. Y, con la muleta, a base de mimo y temple lo hizo suyo para acabar toreándole de manera formidable por naturales. Largos, sedosos, con mando y pulso. La actuación fue cogiendo poso, entidad y categoría y explotó a lo grande antes de que lo ratificara todo con otra estocada estupenda. La gente pidió el rabo. Y palco atendió la petición como no lo hizo con el toro lesionado y lastimado. Entonces ya nadie se acordaba de aquello.

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Entre todo, Diego Ventura firmó una actuación de poco calado al primero y estuvo soberbio con el cuarto. Un toro manso, huidizo que no quiso pelea con el que firmó una actuación magistral. Por cómo enceló al toro, por cómo se impuso y por cómo lo cuajó en faena a más. Tuvo mucha culpa la estelar actuación a lomos de Lío. Un caballo torero. Un torero en mayúsculas que quebró en terrenos inverosímiles, que se lo dejó llegar hasta límites exagerados, casi pegado a las barreras, con una salida que parecía imposible. Pero no lo fue. Su labor fue memorable.

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