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Son héroes, los últimos que nos quedan en una sociedad cada vez más carente de valores. Manuel Diosleguarde es uno de ellos. Uno de esos jóvenes que persiguen la gloria del toreo sin importarles llegar a perder la vida en ello. Así, de manera ... literal. A Diosleguarde se le escapaba la sangre a borbotones aquella tarde de verano en Cuéllar, entre el dolor, el drama y la angustia de todos. El recuerdo de Manolete... Las manos prodigiosas de Marta Pérez obraron el milagro aquella noche de verano con el torero roto, con la pierna dinamitada por las brutales cornadas de Caminante. Un milagro y un nuevo punto de partida. Un vuelta a empezar. Un camino largo, incierto, doloroso, con demasiadas penumbras en el que solo estaban invitados la fe, la constancia, el sacrificio, el espíritu de superación, el esfuerzo, el no darse por rendido, el creer en tus ideales, en tu pensamiento y en tu propia vida, en volver a soñar naturales, en torear a la verónica y en ser capaz de asumir de nuevo la suerte suprema como si no hubiera pasado nada. En volver a vivir. En volver a vivir para jugarte la vida de nuevo. En hacerlo para encontrar la felicidad. Controlar y dominar la mente. Ser dueño de ella para no darse por vencido en uno de los caminos más difíciles que puede tomar un niño que soñaba con el toro y que ya, siendo un hombre, mantiene su mismo propósito, porque hizo del toreo su sueño. Su vida. Y porque sigue creyendo en ella.
Fueron ocho meses, con sus 238 días y sus mil noches sin dormir hasta el día de Guijuelo. Y, a partir de ahí, la lucha sigue bajo los mismos parámetros. Los sueños ya son menos que la incertidumbre. Y volvía a haber ilusión. La ilusión y el reto de no rendirse ni darse por vencido. Ahí llegó un nuevo ejemplo para la sociedad en la que una minoría absurda, ridículamente ignorante y carente de los valores que pregonan y no practican, se atreven a llamar asesinos a los toreros. Y no, ser torero implica mucho más que matar un toro. Ser torero es una filosofía de vida. Es una vida de sacrificio e ideales. De valores que no están al alcance de cualquiera.
Es respeto, esfuerzo, sacrificio, superación, educación, valor, constancia, es verdad, es palabra, es trabajo, tenacidad, son retos, es perseguir sueños, todo eso ejemplifica un joven de su tiempo que se convierte en héroe y en ejemplo para la sociedad, por no rendirse ante la dificultad. Por sobreponerse a ella con autoridad, en silencio, para volver al mismo sitio como si no hubiera pasado nada. Y volver para pisar los mismos terrenos de fuego como si no hubiera sucedido nada. Sin vender penas ni caer en las lástimas. Los toreros tienen unos valores que son un ejemplo para la sociedad, cada vez más animalizada y menos humanizada. No hay persona que quiera más un toro que un torero. Ni que le respete más que ellos.
El toreo es algo más que la muerte. La muerte que ponen al albur de las sensaciones, los sentimientos y las emociones. La muerte con la que coquetean cada día y afrontan con todos aquellos valores que llevarían al éxito en cualquier profesión, en la propia vida. Esa vida que se juega Diosleguarde al que el toreo le debe algo más que una sonrisa. Su lucha ha sido un ejemplo. Un ejemplo para una sociedad que ya no cree en casi nada. Diosleguarde ha vuelto, para seguir persiguiendo su sueño.
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