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La familia y los amigos le dicen que por qué no dedica su tiempo libre a irse de compras, como hace todo el mundo. «Ven un poco morboso lo que hago, pero yo creo que se debe a un problema social: porque nos han engañado mucho sobre la muerte y en realidad no es tan terrible», explica Marcelina López, que desde hace 23 años regala su tiempo libre a aquellos a los que ya no les queda.
La Fundación La Caixa promueve en Salamanca -en coordinación con la Unidad de Cuidados Paliativos- programas como 'Final de Vida y Soledad' y 'Atención integral a personas con enfermedades avanzadas' que, como indican sus nombres, prestan un valioso servicio a los pacientes que están recibiendo cuidados paliativos: la compañía de voluntarios que están dispuestos a formar parte de sus últimos meses de vida.
La historia de Marcelina arrancó hace más de dos décadas. «Acudí a visitar a un amigo que estaba en situación terminal en Los Montalvos y al salir me presentaron a la asistente social del Hospital. Me comentó esa posibilidad y se me abrió un mundo que me gustaba, por lo que comencé».
Eran comienzos de 2000 y desde entonces López ha contribuido a que numerosas personas recorran el 'camino hacia la luz' agarrados a una mano amiga. «No llevo la cuenta de todas las personas a las que he acompañado en el final de su vida. Además, durante la pandemia tuvimos que hacer el seguimiento por teléfono. Se juntó que falleció mi padre y tuve un duelo que me hizo estar parada durante un tiempo», apunta la voluntaria salmantina.
Las horas de compañía de Marcelina se emplean en «salir a pasear con los pacientes -los que están en condiciones-, tomar el café, charlar, ver la tele… Sobre todo sirve para escucharles. Cuando vemos a los pacientes bajitos de moral sabemos estimularlos para que sean capaces de abrirse. Te acaban contando cosas que no le cuentan a su propia familia porque saben que a ti no te va a afectar igual que si se lo dicen a sus hijos. Te dicen que tienen miedo, que están preocupados por sus seres queridos, que no quieren que los demás se preocupen…».
La compañía de los voluntarios puede llegar hasta el ultimísimo instante del recorrido, pero los integrantes de este programa suelen reservar los momentos de la despedida para los seres más cercanos: «En hospitales he visto a gente morir porque eran personas que estaban totalmente solas, pero en domicilios, no. Cuando ves que a un paciente ya le queda muy poco te apartas. Tengo la impresión de que es un momento muy íntimo. Como voluntaria y como persona que no forma parte de la familia creo que no tengo ningún derecho a estar ahí».
Aún así, subraya la idea de que «cada vez que muere uno de esos pacientes, muere una parte de ti». «Psicológicamente es duro ir despidiendo a gente, pero aprendes a gestionarlo. Cuando entro en el Hospital o en un domicilio procuro olvidarme de mi mundo, de mis creencias y entro allí a entregarme a lo que surja. Del mismo modo, procuro no arrastrar a los pacientes hacia mi vida. De lo contrario…», expresa.
Los voluntarios procuran no desarrollar vínculos sentimentales demasiado fuertes con los pacientes, pero no siempre resulta posible: «He llegado a estar dos años con un mismo enfermo y el proceso de duelo cuando fallece no es el mismo al que puede sentir la familia. Tu vínculo emocional no es el mismo; porque solo le has conocido dos años, pero aún así hay veces que te cuesta mucho. Ahora mismo, por ejemplo, estoy en el dique seco. Tengo que esperar una temporada para que eso sedimente antes de empezar con otro paciente». Marcelina recalca que «cuando un paciente fallece hay que pensar en todo lo bueno que le hemos podido hacer, en que nuestra compañía le ha servido de algo y quedarse con eso».
El nivel de agradecimiento de los familiares hacia el programa es alto. «Hay muchas familias que, incluso años después del fallecimiento del paciente, me siguen llamando para felicitar la Navidad. Se crea un vínculo muy fuerte porque, al fin y al cabo, has formado parte de un momento muy concreto de sus vidas y eso les queda grabado».
Marcelina reconoce que siempre ha tenido «un vínculo especial con la muerte». «Con solo 11 años vi morir a mi madre. Yo era muy joven y para mí aquello no tenía sentido. Tenía la necesidad de indagar sobre qué puede pasarnos tras la muerte, cómo es el proceso, el duelo… Pero no desde el punto de vista del morbo ni del miedo. Era una curiosidad sana y creo que al final eso ha marcado mi vida. Ha sido muy positivo», concluye.
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