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Hasta dolía el silencio que se creó en el coche cuando entraron en Algemesí. Hacía solo cinco días que la dana había arrasado parte del pueblo valenciano. El escenario era desgarrador. «Mirases donde mirases solo había barro y vehículos apilados». Así lo recuerda Aarón Gómez, un jovencísimo policía local de Salamanca que de forma voluntaria acudió a la zona cero de la riada, primero de manera particular y, después, de forma organizada junto con el resto de la plantilla de la Comisaría salmantina. La parálisis del grupo se esfumó cuando uno de los compañeros les espoleó entre tanta devastación: «Hay que remangarse y empezar ya». Se llevaron un todoterreno con remolque y lograron reunir un importante convoy de ayuda para los damnificados.
Entonces eran unos voluntarios más «dispuestos a lo que sea». Por el día despejaban accesos de portales y cuando venía la noche, recogían menús de los puntos de elaboración y se iban por las calles buscando gente que la necesitara. «¡Comida, alimentos!», gritaban en las calles desoladas y por entonces sin luz. «La gente estaba muy pendiente de las ventanas y enseguida nos avisaban si querían algo. Si entrábamos en una comunidad nos asegurábamos de saber cómo estaban los vecinos de todos los pisos». Aarón hace hincapié en la generosidad de los valencianos, a pesar de su difícil situación. «Si tenían leche, no querían más para que se la dejáramos a otras personas que lo necesitaran más».
El cambio del artículo 57 de la Ley de Bases del Régimen Local impidió que los agentes salmantinos pudieran desplazarse hasta Valencia de forma oficial hasta el 16 de diciembre, al tener que desplazarse fuera de la Comunidad Autónoma. Un tiempo eterno. «La Jefatura ya lo tenía todo preparado para que en cuanto nos dejaran, pudiéramos desplazarnos». Cada semana hasta el pasado 7 de febrero 39 agentes salmantinos arrimaron el hombro, entre ellos Aarón y el mayor Abelardo Periañez. Han sido tantos los voluntarios, que nadie ha repetido en las expediciones de ayuda. Su destino en este caso fue Benetusser, donde había organización, algo que brillaba por su ausencia aquellos días. «Gestos tan insignificantes como recuperar un rosario de un coche amontonado en la campa o el collar de macarrones hecho por su hijo tenían mucha importancia para la gente», recuerda Aarón. «Nosotros llevamos un colgante a un niño y se echó a llorar porque era de su profesor de música», añade Abelardo. Además de inventariar cerca de 2.000 coches arrasados por el agua, hicieron apoyo mixto con los agentes de Benetusser. Cada salmantino patrulló con un compañero de la localidad. Empezaron como desconocidos y acabaron casi familia. «Uno de ellos caminó 7 horas el día de la dana después de decirle a su pareja que tenía que ir a ayudar». Junto a otros agentes adoptaron como vivienda temporal un hotel situado enfrente de la comisaría de la localidad. «Cada día colgaban el uniforme mojado, sin luz, y se echaban encharcados unas horas a dormir. Después volvían a ponerse la ropa llena de barro y a empezar otra vez». Lo peor para Aarón, el momento íntimo de reflexión cuando se sentaba en la cama a punto de echarte a dormir. «Te quitabas el traje de barro y empezabas a darle vueltas a lo vivido durante el día. Era desgarrador el caos en todos los pueblos y las pérdidas materiales y de vidas humanas». «Oías a compañeros que aquel día tuvieron que ponerse a salvo con algún vecino en un primero durante la riada y luego volver a ponerse la ropa mojada para seguir trabajando», relata Abelardo impactado por la altura a la que llegó el agua. «Es como si hubiera cubierto el Sánchez Fabrés y cuatro metros por encima».
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