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Parecen situaciones sacadas de una serie de ficción, en una sociedad distópica, pero se trata de una Salamanca absolutamente real. La Salamanca del año 2020 en la que prácticamente todos obedecieron una serie de normas que hoy, con la experiencia que te da el conocimiento, nos parecen aleatorias -en el mejor de los casos-, absurdas -en muchas ocasiones- o, directamente, nos parecen mentira.
Parece mentira que solo estaba permitido salir a la calle para acudir a trabajar, realizar la compra, ir a farmacias o a centros sanitarios. Visitar a la familia era un acto furtivo. Al cabo de unas semanas, con los niños subiéndose por las paredes de las casas, el Gobierno permitió salir a pasear con los menores, pero con una extraña condición: solo podían acompañar al menor uno de los dos padres, pero nunca los dos juntos. Aquellas parejas que se saltaban la norma y salían juntas a pasear recibían miradas asesinas. Sacar al perro era el otro salvoconducto para pisar la calle.
Quienes tuvieron la suerte de veranear entre ola y ola se encontraron que en las playas -y algunas piscinas- se habilitaban unas 'parcelas' delimitadas por cuerdas para poner la toalla y mantener la distancia de seguridad. Esos 1,5 metros de separación que se habían obligatorios para hacer cola en los supermercados, en cualquier mostrador... Incluso en los bancos públicos se marcaba dónde se puede apoyar el trasero y dónde está prohibido. Algunas ciudades habilitaron paseos de una única dirección para evitar cruzar con otros transeúntes.
En mayo de 2020 se permitió salir a pasear, pero sin poder alejarse más de un kilómetro del domicilio y con horas marcadas según la edad: los menores de 14 años de 12.00 a 19.00 horas. En el caso de las personas mayores de 70 años se les reservó el horario entre las 10.00 y las 12.00 horas, por la mañana, y entre las 19.00 y 20.00 horas de la tarde.
Durante la fase más estricta del confinamiento se prohibía la movilidad entre municipios. Pueblos como Peñaranda colocaron postes o balizas marcados con pintura reflectante y un pedazo de tela de color rojo atado en su extremo para indicar hasta dónde pueden llegar sus ciudadanos sin invadir el territorio de otro pueblo y, por lo tanto, incumplir la ley.
Como en películas apocalípticas, el Ejército tuvo que salir a la calle para fumigar los alrededores de centros sanitarios y para vigilar que se cumpliera el confinamiento. Allá donde no llegaban los militares llegaban 'los vigilantes de balcón' que abroncaban a quienes se saltaban la orden de quedarse en sus domicilio.
Si los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado detenían un vehículo era necesario demostrar que el motivo de estar circulando estaba dentro de los supuestos permitidos. Para ello se llevaba en la guantera un documento expedido por la empresa que autorizaba al trabajador a moverse por distintos municipios.
Una de las mayores contradicciones que se vivieron era la que obligaba a llevar la mascarilla puesta, incluso en espacios al aire libre, pero después se permitía acceder a los bares y retirarla para comer.
Nada más anunciarse el estado de alarma se agotó el papel higiénico en los supermercados. Al cabo de unas semanas lo que era imposible encontrar era la levadura o la harina de fuerza porque surgió una especie de 'fiebre' por fabricar pan propio con masa madre.
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