El jesuita santanderino Enrique Basabe llegó a la ciudad de Salamanca a mediados del S.XX y fue destinado al barrio de Pizarrales, en el que llevó a cabo una gran labor de caridad y ayuda espiritual. En los años 50, decidió combatir la miseria del barrio de Prosperidad y promover la construcción de un colegio y una parroquia, dentro de una gran obra social. Encomendando su proyecto a San José, consiguió recaudar el dinero suficiente para llevar a cabo una obra de 8 millones de pesetas sin tener una sola peseta inicial. El barrio de Prosperidad le recuerda con mucho cariño y sus restos mortales descansan en la parroquia que el mismo impulsó: El Milagro de San José, en el paseo San Antonio.
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Enrique Basabe, de padres vizcaínos, nació en 1893 en un barrio de Castro Urdiales llamado Campijo. Después de estudiar unos años en los seminarios de Corbán y Comillas, ingresó en la Compañía de Jesús en el noviciado de Loyola. Su formación jesuítica le llevó después a la ciudad de Burgos, a Carrión de los Condes (Palencia), a Sarriá (Barcelona), a Enghien (Bélgica) y finalmente a Salamanca, donde ejerció su apostolado durante medio siglo. Fundó la revista de Filología Clásica 'Perficit', y fue profesor de griego y de Latín en la Universidad.
«En las aulas había 60 personas. Teníamos pupitres de dos personas y nos sentábamos de tres en tres. Cada media hora, el profesor daba una palmada para que nos rotásemos», explica Sigifredo recordando su infancia en los 60. El contexto del momento y una asfixiante postguerra se dejaba ver también en la infancia: «A principios de los 70, aún llegaban niños al colegio con unas sandalias hechas con suela de rueda de coche y un poco de cuero arriba atado. Eso sí, éramos muy conscientes de que estudiar nos podía ofrecer las posibilidades de vivir mejor que nuestros padres y obtener un trabajo en mejores condiciones», afirma el exdirector.
Para celebrar el día del patrón, el colegio sigue manteniendo una tradición que incorporó el Padre Basabe en el año 1954. Los niños que iban al colegio eran de familias muy humildes y el jesuita decidió que todos tendrían ese día un bollo de pan acompañado de algo que, por aquel entonces, era un bien escaso: una onza de chocolate. A día de hoy, se sigue ejecutando y representa un gran homenaje al fundador.
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