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Mario Cabrera, natural de Cantalapiedra, ingresó en el Seminario a finales de 2019 con apenas 20 años. Seis años después, se encuentra en la recta final de la carrera de Teología y reside en el Teologado de Ávila, en Salamanca, junto a seminaristas procedentes de otros territorios. En una época de ausencia de vocaciones, en la que la Diócesis trata de buscar nuevos caminos para llegar a los jóvenes, Cabrera ofrece su testimonio.
¿Cómo se 'cuela' la llamada de Dios en un joven de 19 años?
—La vocación es algo que se va viendo a lo largo del tiempo. Al final, no es algo puntual. Yo me di cuenta de que podía tener esa vocación al sacerdocio en Bachillerato. De hecho, fue ahí cuando más intentaba apartarla de mi vida. Al final, visto con la distancia, es algo casi contracultural, porque parece que todo el mundo se aleja de la fe, de Dios, de la autosuficiencia y de que no nos haga falta nadie. Yo intentaba desterrar todo eso porque consideraba que era complicarme la vida demasiado y que no merecía la pena. Cuando empecé la carrera de Historia, fue determinante. Me di cuenta de que aquello no era lo mío y sentía con fuerza esa vocación. La viví con naturalidad en Cantalapiedra, con mis párrocos, a los que veía muy felices. Lo retomé en un retiro cuando los destinaron a Salamanca, porque yo, por dentro, sentía una insatisfacción muy grande: saber que estás llamado a algo, pero no atreverte a dar el paso. Reconozco que de aquel retiro no saqué nada en claro, pero dije: «Voy a intentarlo, y si me equivoco, no pasa nada».
¿Hubo muchas dudas?
—Yo me lancé con temor y temblor, pero al final el Señor siempre va poniendo los medios. El año que entré al seminario para hacer el propedéutico (curso de preparación) fue el de la pandemia, porque nos mandaron a casa. Solo había estado de septiembre a marzo y nos mandaron de vuelta. Reconozco que ese tiempo me vino bien, porque comprobé que ese ya no era mi sitio, sino el seminario.
Con la mirada atrás, ¿pensaba que estaría hoy terminando Teología?
—Pensé que iba a durar cuatro días. De hecho, la primera semana ni deshice la maleta porque pensé que iba a durar cuatro días... y ya han pasado seis años. Estoy terminando Teología y, de ahí en adelante, lo que Dios quiera.
¿Cómo se lo tomó su entorno?
—A mí me veían muy metido en la Iglesia, pero creo que ninguno de mi familia y amigos llegó a pensar que fuera a entrar en el seminario. De hecho, a mis padres al principio les costó aceptarlo, pero con el paso del tiempo, al verme feliz, están encantados. Y a mis amigos del pueblo les sorprendió. Tengo amigos súper ateos que me dicen: «Creo que vas a ser muy buen cura». Al final, ellos me apoyan y saben que es mi vocación.
¿Cómo puede repetirse esa vocación que sintió en otros jóvenes?
—Es complicado. Parece que hay mucho ruido exterior que nos puede alejar de Dios. Pero también se puede ver como una oportunidad. En lugar de no ver a Dios en nada, verlo en todo: en la fiesta, la música, las redes. Al final, si yo me basto a mí mismo, no necesito a Dios para nada. Pero la vida nos demuestra que no podemos con todo. Necesitamos de los demás y de Dios.
¿Es un peso de responsabilidad ser el único seminarista de la Diócesis?
—Yo lo vivo con mucha paz. Está el deseo de que seamos más, por el bien de la Diócesis. No es una cuestión de obsesionarse. Yo doy mi testimonio y desarrollo mi labor pastoral en Villares de la Reina y en otros 12 pueblos. La escasez de vocaciones al sacerdocio es generalizada y nos tendremos que adaptar. También hay escasez de cristianos. Caminamos hacia una Iglesia de familia. Lo que va a quedar es lo auténtico. Hay que ampliar el horizonte y tener la mente abierta: con decir «qué mal está todo» no adelantamos nada. Si queremos evangelizar, este es el mundo que hay, y hay que hacerlo con naturalidad.
¿Hace falta ser un héroe para dar el paso de entrar al sacerdocio?
—La fe y la vocación deben verse con normalidad. Y cuando eso pasa, la gente no se extraña de que el seminarista se vaya a tomar una copa después de cenar con los amigos. No creo que haya que ser un héroe. De hecho, Dios siempre elige lo débil. Ser seminarista o sacerdote no es ser un héroe. Dios hace de la pequeñez la grandeza. Yo soy como soy porque Dios no anula nada de mí, y con lo que soy puedo llevar a Dios a los demás.
¿Qué le diría a los jóvenes que sienten esa vocación pero no se atreven a dar el paso?
—Que se fíen. Les diría que se fíen y que no pasa nada si se equivocan. Lo importante es que, si sienten la llamada, la sigan.
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