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«Cada uno escapó por un lado. Recuerdo que caí sobre una piedra, me agarré y di gracias a Dios por estar vivo. Fue un viaje muy duro pero tuve suerte porque no todo el mundo llega». Fue la primera vez que Sidi El Anssari tocó suelo español. Tras dos días escondido en una chabola en pleno desierto y 44 horas de travesía por el Atlántico sin agua ni comida a bordo de una frágil patera, tocó la arena de Arguineguín, en Gran Canaria. Tenía solo 13 años. Escapó del Aaiún con su gemelo y el pequeño de la familia, de solo 9 años. Lo hicieron a espaldas de su madre, a la que tardarían años en volver a ver. Sidi fue en 2005 lo que hoy se llama, en ocasiones despectivamente, un mena, un menor extranjero no acompañado, que huyó del Sáhara Occidental tratando de encontrar no un futuro mejor, sino simplemente un futuro. «Allí donde vivía, cuando vas creciendo, o terminas en una cárcel o en una vida aun peor. Si me hubiese quedado, habría acabado mal, como otros tantos jóvenes que están allí ahora», explica este cocinero que ahora tiene 32 años y que lleva casi media vida en Salamanca.
«Creo que no hay nadie que quiera abandonar a su familia así, si no es por conseguir una vida mejor», remarca. En una semana en la que los niños y adolescentes, como él y sus hermanos, se han convertido en la excusa para romper los pactos de PP y Vox en cinco gobiernos autonómicos y en el objetivo de numerosas críticas y ataques, Sidi reclama una oportunidad para ellos, como se le dio a él hace casi dos décadas. «Pido a quien no les entiende, que se pongan en su lugar o se siente un momento para conocer sus historias. Cuando las escuchen, dirán: «¡Buf! ¡Qué duro!»». Con esa intención, se presta precisamente a contar su historia a los lectores de LA GACETA.
Sin despedirse de su madre
«Éramos nueve hermanos y el único que trabajaba era mi padre, que murió cuando yo tenía 6 años», recuerda Sidi, explicando que fueron sus dos hermanos mayores los que tuvieron que buscar un empleo para sacar adelante a toda la familia. Al cumplir los 13, en 2005, le tocaba a él dejar los estudios. «Mi hermano me pregunto: «¿Te quieres ir?». Y yo respondí que sí. Tuvo que pagar 700 euros por cada uno de los tres a una persona que se dedicaba a enviar gente a España», explica. «No nos despedimos de nadie. Ni de mi madre ni de mis hermanos. Todo fue en secreto. Sin que nadie se enterase de nada. Mi madre preguntaba y le decían que estábamos en la playa», añade. «Fueron tres días muy complicados. Dos los pasamos en el desierto antes de salir de viaje. Estuvimos en unas chabolitas aguardando hasta que saliera la patera. Y cuando el capitán iba a salir al mar, fuimos de noche hasta la costa».
En aquella pequeña barca viajaban catorce personas. «Estuvimos en ella unas 44 horas. No llevábamos nada de nada. Ni agua ni comida. Tenía mucha ansiedad, lo único que quería en ese momento era ver tierra para ser el primero en saltar para encontrar una vida mejor. Tuvimos suerte, llegamos todos a la costa. En otra patera en la que iban unos familiares míos, llegaron once y otros veinte murieron», narra.
Fue en junio de 2005. «Cuando llegamos, no sabíamos dónde ir. No teníamos nada ni a nadie. Empezamos a cruzar una autovía y tuvimos suerte», dice ahora consciente del peligro que corrieron él y sus hermanos.
Este joven salmantino que nació en África todavía se siente muy agradecido a la primera persona que le prestó ayuda cuando entró en Gran Canaria. «Fue una señora mayor. Nada más llegar. Vio a unos chiquillos con la ropa empapada cuando salía de un bar. Nos trajo unos bocadillos y unos refrescos, y nos llevó a la Policía». Fue allí donde los agentes les buscaron ropa para cambiarse, les curaron las heridas y les ofrecieron algo más para comer. «En ese momento mereció la pena el viaje. Dejas un sitio donde estás en la pobreza y llegas a un paraíso. Estuvimos en un centro de menores con unos educadores que nos cuidaron desde el primer hasta el último día», añade.
Pero no todo el mundo le trató bien a él y a sus hermanos. «El centro en el que vivíamos estaba en una zona complicada, en la que se movía droga. Cuando íbamos a llamar a la familia al locutorio, nos empezaban a insultar. Éramos unos niños y no entendíamos nada», recuerda. El que peor lo pasó fue el más pequeño. «Preguntaba todo el rato por mi madre. Era un pobre chiquillo que no comprendía muy bien la situación. Con los meses y los años, fue mejorando poco a poco».
Tras abandonar su hogar, no volvieron a hablar con su madre hasta que ingresaron en el centro de menores. «En ese momento, me puse a llorar... Te lo juro por Dios, casi decidí volverme . Al hablar con ella, no sabía de qué manera regresar. Decirle que estaba en España, era una alegría, pero también muy duro para ella. Porque desde que llegamos, tardé cinco años en volver a verla. Mi hermano pequeño tuvo que esperar nueve».
Hasta que cumplió la mayoría de edad, Sidi El Anssari no vino a Salamanca. En el centro de acogida de Cruz Roja de la capital del Tormes residía otro de sus hermanos mayores, que le animó a venirse a vivir con él. En plena crisis económica y con los 750 al mes que ganaba el mayor, de unos 32 años, salían adelante durmiendo en una habitación de un piso compartido. Gracias a la organización humanitaria, Sidi comenzó a formarse. Asistió a cursos de camarero y cocinero. Pronto, comenzó a trabajar. «Lo único que tenía entre ceja y ceja era buscar una buena vida para mí y para mi familia», insiste mientras explica que llegó a compatibilizar dos trabajos y a dormir solo dos horas al día para acudir a los cursos de formación de Cruz Roja. Gracias a ello, pronto pudieron trasladarse a un piso solo para ellos y enviarle dinero a su madre. «Pero incluso aquí viviendo con pocos recursos tenía una vida mucho mejor que la que podía tener en el lugar del que me fui», subraya tratando de explicar por qué los menores siguen arriesgando su vida para venir a España.
Sidi pide una oportunidad para quienes, como él, buscan una vida mejor. Insiste en que es necesario que a los menas «se les guíe por el buen camino». «Es necesario prestarles atención, mantenerles ocupados, formarles y estar detrás de ellos», insiste subrayando que no se trata solo de acogerles sino también de ofrecerles vías para encontrar el futuro por el que abandonaron su hogar.
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