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Viernes, 18 de marzo 2022, 10:29
No pueden articular palabra. Sus ojos se llenan de lágrimas al echar la vista atrás y recordar cómo comenzó todo. Dicen que no saben cómo expresar lo vivido, que no pueden. Coinciden en que es muy difícil que alguien, por mucha empatía que tenga, se ponga en su lugar. Hablan de miedo, tristeza, pena, cansancio y rabia. Se han recorrido cientos de kilómetros para llegar a una ciudad en la que estar a salvo, cargadas únicamente con una mochila y dejando atrás a parte de su familia. Desconocen cuál será su futuro y no saber español se lo pone aún más complicado. Por el momento, gracias a la ONG Accem, viven en la habitación de un hotel en el paseo de la Estación, una con sus pequeños de dos y siete años y su abuela de 73; y la otra con sus hijas de 13 y 23. Anna y Natalia son dos de las madres ucranianas que viajaron la pasada semana desde Polonia a Salamanca en el primer bus fletado, un largo viaje que tuvieron que hacer obligadas ante el miedo de morir en la guerra.
Anna cuenta su historia con Roman, de siete años, sobre sus piernas. El pequeño está dormido y su abuela prefiere no estar presente en la entrevista, pues no puede parar de llorar al recordar. Ella sin embargo hace un esfuerzo y mantiene la entereza. “De repente en mitad de la noche mi marido me despertó porque estaban bombardeando una ciudad próxima a la nuestra”, afirma. Vivía en Korostén, una ciudad situada a 150 kilómetros de Kiev y 100 de Bielorrusia. Su marido es bombero y nada más estallar la invasión, le pidió que se fuera sola con los niños a la casa que tienen en un pequeño pueblo, pues allí la situación sería más tranquila. “Yo no me puedo ir pero necesito que tú y mis hijos estéis a salvo”, le dijo.
Él les llevó en coche, sorteando un sinfín de controles y mostrando cada vez que eran dados el alto por los militares toda su documentación. En esa casa pasaron unos días, pero pronto, incluso a sabiendas de que estaba en un lugar relativamente tranquilo, tomó conciencia de que no podía seguir viviendo en Ucrania. “Incluso en el pueblo sonaban las bombas y los niños se metían debajo de la cama. Era horrible. No era vida para mis hijos. El pequeño no se entera pero el mayor entiende todo y sabía que estábamos en mitad de una guerra. Su papá le dijo que él era un hombre, que era el mayor y que tenía que cuidar de nosotros”, relata Anna.
Por eso, el padre de los menores fue de nuevo a buscarles y les llevó de vuelta a la ciudad, pues desde ahí tenían que partir para subirse al autobús que les llevaría a Salamanca. “Vinimos a Salamanca porque una conocida de aquí me dijo que había esa posibilidad. No tenemos familia en Polonia ni otro lado al que ir”. Aunque solo tuvieron que esperar 24 horas en su vivienda de Korostén antes de emprender el viaje, las vivió como si hubieran sido semanas. “Cada dos por tres sonaban las sirenas y teníamos que bajar al sótano porque no sabíamos si había pasado ya el avión o nos iban a bombardear. No podía ni bañar a los niños, ni preparar la comida ni nada. Mis hijos no podían descansar”, dice la joven de 29 años.
Por eso, cuando llegó al vehículo con destino a Salamanca respiró aliviada, aunque con el dolor de tener que dejar a su marido y a su madre atrás. “Es enfermera y se ha quedado para ayudar”. En el autobús fue la primera vez que coincidió con Natalia, cuya historia no es muy diferente. “A las 04.20 horas mi marido estaba trabajando porque le tocaba guardia y nos despertaron las bombas”, recuerda sin poder evitar llorar. “No es que no quiera hablar, es que me da terror. Pasamos ocho días en casa, en Fastiv, y cada cinco minutos teníamos que bajar al sótano. Fue horrible. Es muy difícil hablar de eso. Si fuera todo bien no estaría aquí, estaría en mi casa”. Su marido trabaja vigilando una zona militar y estos días no se despega del móvil, pues también sus dos hermanas continúan en Ucrania. “A los hombres de hasta 60 años les pueden llamar en cualquier momento para ir a la guerra”.
Pese a todo, una de las cosas que afirma con rotundidad es que le gustaría regresar a su país. “Mi marido me dice que me quede aquí pero yo tengo muchas ganas de volver a mi casa. Tengo esperanzas de que todo esto acabe y que podamos volver”, dice. “Yo aquí ahora estoy superbién”, apostilla su hija pequeña Marina, de 13 años, mientras su hermana Hiydmila, de 23, sonríe. Por su parte Anna lo tiene claro: “Me gustaría volver pero lo que he visto no invita a ello. No es seguro. Esa imagen no la voy a olvidar. Tengo allí a mi familia pero quiero estar segura”, comenta.
Por el momento, ambas familias tratan de hacer vida normal en el hotel donde se alojan, en el que no saben cuánto tiempo estarán. La estancia incluye el desayuno y para comer y cenar acuden a un bar de María Auxiliadora. Todo ello costeado por la ONG Accem. Aún están pendientes de regularizar sus papeles, los pequeños no han sido escolarizados y lo único con lo que cuentan en España son sus certificados de nacimiento y el pasaporte. Por eso están deseando hacer ya todos los trámites para poder trabajar y tener así su propio dinero. “El mundo no puede estar donando continuamente”, dice Natalia, que en Ucrania trabajaba como limpiadora.
Pero si hay algo que sin duda quieren empezar las dos familias cuanto antes es a aprender el idioma, algo que las más jóvenes ya intentan en sus ratos libres. La idea es que acudan a algunos de los cursos que se pondrán en marcha en Salamanca de manera inminente. Ello les permitirá relacionarse con los salmantinos, algo de lo que tienen demasiadas ganas. “Se están portando muy bien. La gente aquí es muy abierta. En Ucrania al principio somos más cerrados. Es otra cultura. El otro día me escuchó hablar un ruso por la calle y me quería dar un abrazo”, cuenta con una sonrisa Anna. “Nosotras tres hasta hoy —una semana después de pisar la ciudad por primera vez— no hemos salido del hotel porque no nos sentíamos seguras pero hoy fuimos a ver la Catedral y nos ha encantado”, dice Natalia.
Eso sí, pese al futuro incierto que tienen por delante, ambas desean lo mismo: “Que la guerra acabe pronto”.
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