Las palabras de Pablo María de la Cruz, el joven que se hizo carmelita en el final de su enfermedad terminal y que falleció a mediados de julio, resuenan en la cabeza de Sara.
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«El quería que no hubiese luto en su funeral. Igual que había fiesta en el cielo, que también lo hubiese en la tierra. Asumió su enfermedad». Y así fue en una vigilia que se demoró toda la noche.
Sara había compartido muchos momentos con Pablo. «Éramos amigos y hermanos en Cristo con una misma fe y sentir. No éramos amigos de pasarlo bien con él y ya está. Estabas con él y veías a Jesús a través de sus ojos con santidad».
Tenían aficiones comunes y el mismo deseo de que los jóvenes se acercaran a Cristo. «Él decía que los jóvenes no tuvieran miedo. Muchas veces el vacío se llena de cosas cotidianas que intentan taparlo. En mi caso ha decidido la vida consagrada, pero para otros es el matrimonio, la vida sacerdotal o una labor apostólica», recuerda e incide en el papel que tuvo Dios para tomar su decisión. «Yo sola por mis fuerzas no hubiera sido capaz de dejar toda mi vida y venir a este monasterio, si no fuera porque Dios te lo pone en el camino para decirle que sí. No tengamos miedo de preguntarle».
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