La mirada experta y veterana de Manuel Pérez se fija en las manos prodigiosas de su hijo, que no solo ha heredado su nombre sino también la pasión por las tradiciones. De crearlas y tocarlas. El son más clásico que distingue a la charrería: son la referencia de la gaita salmantina. De sus manos sale el instrumento musical de viento más característico e identificativo de la provincia. Artesanía pura y dura. Sobre la mesa de trabajo de un taller que rezuma aroma a historia, y donde las gaitas cobran vida, aparecen alineados los tres materiales que le dan forma: la madera, el hueso y el pitón de vaca brava. Cada uno tiene su función.
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Se apuesta por las maderas autóctonas: encina, brezo, fresno, olivo, enguelgue (propio de Las Arribes)... son algunas de las que más se usan para la construcción de las gaitas. «Construir» parece un verbo demasiado industrial, e injusto, para un oficio exclusivo y destinado a maestros artesanos. Existe la costumbre de cortar la madera por el cuarto menguante de enero, en torno al día 15, que es cuando menos savia tiene el árbol. A Manuel Pérez, 54 años, y más de cuarenta dando forma a las gaitas, la que más le gusta es el boj, que le llega desde San Martín del Castañar: «La madera influye en el timbre del sonido. Si es dura y tiene una densidad concreta hace que el sonido sea mejor. Buscamos uno que además de ser bueno sea dulce». Y ahí Manuel Pérez toca de fondo la gaita con la maestría propia de quien las crea, las toca y las enseña en la escuela los sonidos tradicionales. Cada gaita suena diferente. Todas son distintas entre sí —incluso del mismo artesano—, cada una tiene una peculiaridad distinta y le da un detalle concreto. Cada gaita arrastra una historia. Y cada historia, un argumento, en forma y música. Es el arte de encadenar los sonidos y crear sinfonías.
Apoya la boquilla de la gaita sobre el labio inferior, ligeramente escorada, mientras el otro extremo del instrumento lo sujeta con una sola mano. Antes, muestra el callo que tiene en la parte interior de la yema del meñique, como señal de llevar una vida entera creando arte de viento. Lo ampara con el anular, mientras el corazón y el índice marcan el ritmo sobre los dos agujeros de la parte superior de la gaita. Del inferior se encarga el pulgar. Las gaitas siempre tienen que tener tres agujeros. «Afinarla significa que todos los agujeros tienen que ser iguales en la distancia y en el tamaño, el interior es de una medida concreta, como el largo, para lograr la afinación que queremos.
En función de todo esto la afinación es una u otra», dice el artesano antes de explicar la peculiaridad en Salamanca: «No tocamos la gaita como en otros sitios, lo hacemos con un sonido gutural que recuerdan al roncón de la gaita». Y ahí aporta además una seña de distinción: «Los armónicos que tiene forman un sonido que envuelve… Eso también nos distingue. Abarca más».
La elaboración de la boquilla (con la lengueta y embocadura) es la tarea más laboriosa. Se hace con hueso de vaca, que previamente se cuece con lejía y sosa para que salga la grasa, antes de ponerlo en el torno y empezar a darle forma: «Del hueso salen dos piezas, mitad y mitad. Y empezamos a hacer el bisel. Cuando soplas entra el aire, lo lleva hasta el bisel, que es el que lo corta y al cortarlo produce el sonido. Ese es el fundamento de cualquier gaita. A nada que te pases ya no suena bien», comenta el artesano mientras trabaja en su taller de Aldeatejada.
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«Es la pieza que más tiempo lleva. Lo otro lo hace cualquiera», concreta con un gesto cómplice. Cuando estás ajustando con el calibre, vas midiendo y con la lima, miras, rebajas y ajustas. Como sabemos tocar, vas haciendo y vas probando... Todo es a base de experiencia y trabajo». Es una labor de absoluta precisión en la que cada micra que rebaja con la lima tiene su importancia.
Madera, hueso... y cuernos de vaca. Es el tercer elemento de la gaita, que se utilizan para las virolas, los aros que tienen una función decorativa, además de impedir su abertura cuando se hinchaba la madera. También las protegen de los golpes. Antes también se ponían de cabra, pero el proceso era más largo porque había que cocerlo para ablandarlo, hoy se colocan muchas de plástico: «Poner todas las virolas de cuerno vale más caro casi que hacer una gaita. El material se encuentra mal, a veces cuando están hechas se rompen… El cuerno no es nada elástico, a veces te queda en un milímetro y se parte fácilmente», puntualiza Manuel Pérez al hablar de las virolas, que se adosan perfectamente ajustadas y encajadas al cuerpo de la gaita. Terminada la obra , el remate es un baño de aceite de girasol: «Enseguida escurre, se limpia y la engrasa». No necesita más. Lo único, protegerlas del sol.
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Manuel se enorgullece de su padre, que habrá hecho en su vida miles de gaitas, mientras él, que sigue su camino, tiene tranquilidad absoluta en el futuro: «No es un mundo de excesiva gente y conocido, pero sí es muy intenso. Siempre hay gente que quiere aprender». Más difícil ve la continuidad en el oficio artesanal de la elaboración de las gaitas: «Eso está más complicado», apunta con resignación. Las miles de horas que se dedican no siempre están valoradas, tampoco el trabajo artesanal. «Esto no se aprende de un día para otro». Una cosa son los enseres y otras los saberes... Oficio, dedicación, pasión y entrega son las claves. Y, sobre todo, paciencia. La paciencia del arte que no entiende de prisas, la calma que desprende un sonido que encanta.
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