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Ahigal de los Aceiteros
Domingo, 19 de enero 2025, 10:21
Hace tiempo que entre los gatos callejeros y dóciles que rondan la casa de Santiago Hernández, más conocido como «El Tarzán de Las Arribes», se infiltra tímidamente un zorro común —aunque nada común en lo que se refiere a su comportamiento—.
Este inusitado visitante que se deja caer por Ahigal de los Aceiteros llamó a su puerta por primera vez en el mes de junio, seducido por el pienso que tanto él como otros vecinos dejan para la manada de felinos que vive junto a ellos. «Vino a comerse el pienso, pero eso no le gusta mucho; prefiere la carne», asegura «El Tarzán».
Los zorros han sido siempre ejemplo de astucia en todas las fábulas, y este no se queda corto. Desde aquel día, acude prácticamente a diario al ocaso: a las siete de la tarde en esta época, y durante los meses estivales, más tarde.
Santiago sale a su encuentro cada día, y mientras toma un café en la posada que hay junto a su casa, se asoma con frecuencia a la puerta para comprobar si Chita —así la llama—, ha llegado a por su ración diaria de carne. «Si a mí me llaman Tarzán, ¿cómo iba a llamarse ella?», concluye, y es que está convencido de que se trata de una hembra «porque no tiene la punta de la cola blanca».
Esta figura parduzca aparece puntual y aguarda cautelosa, manteniendo las distancias con los gatos, que le observan con recelo porque mientras ellos han conquistado su territorio y comen pienso, Chita degusta desperdicios de carne próxima a la descomposición, el punto de la carne más exquisito para un carnívoro.
«Voy cada dos o tres días a la carnicería y me dan los desperdicios, ya sean de ternera, pollo...lo que haya», explica Tarzán. Cuando Chita aparece, él deposita, en un recipiente, y en el suelo junto a ella, cerca de kilo y medio de esta carne que guarda en la nevera exclusivamente para ella. «Podría llegar a tocarla, pero prefiero no hacerlo», matiza.
Cuesta creer que este Tarzán, al igual que el de la leyenda, tema a algo, y es que su apodo se debe a que el 4 de enero de 1992 decidió remolcar un coche con su tractor desde un precipicio estando desnudo: «Bueno, no desnudo desnudo», matiza después: «Con bañador». ¿El motivo? «Porque me apetecía», espeta con indiferencia.
Este espíritu libre, una versión masculina y rural de Blancanieves, por su magnetismo con los animales, mantiene ya una amistad interespecie con Chita, que en cuestión de segundos, con prudencia, estirando su cuerpo para alcanzar el manjar, se marcha con paso grácil y un pedazo de carne en las fauces. «A veces vuelve al rato, hasta dos o tres veces, para llevarse más». Los vecinos especulan que su madriguera puede estar cerca, o sencillamente, que esconde la carne en alguna parte.
«Es joven, y estuvo ocho días sin venir, probablemente porque estaría con el celo», escruta Tarzán. Aunque los felinos le intimidan, casi parece camuflarse como uno más, pasando desapercibido bajo la luna llena —de noche todos los gatos son pardos—. «Los gatos no le tienen miedo; al revés, la zorra les tiene miedo a ellos», matiza «El Tarzán de Las Arribes».
Quién sabe cuánto tiempo durará esta este encuentro frugal diario. «Soy el único que la alimenta, y nunca había dado de comer así a un animal salvaje. Los había visto pasar, pero no había estado tan cerca». Chita no duda de momento en adentrarse en las calles del pueblo, en el trazado urbano, para llevarse su generosa recompensa.
Al «Tarzán de Las Arribes» siempre le había interesado la vida salvaje, pero ahora está aprendiendo aún más, simplemente observando: «Ya sabía sobre zorros, pero ahora estoy descubriendo más cosas», reconoce. «Chita, Chita», la llama cuando la ve allí, parada en mitad de la calle, cerca de los gatos, frente a la puerta de su vivienda. «Reconoce que la llamo, y me conoce a mí», asegura él.
Tarzán imagina lo que hará Chita el resto del día: «Estoy seguro de que tiene crías, y les lleva la comida». Sea como sea, hay una conexión especial entre el zorro y el hombre cuando este comprende que, al igual que sucede con el perro —al fin y al cabo pertenecen a la misma familia—, pueden ser amigos inseparables.
De momento Chita no emite las características risas que se producen por extrema felicidad, como el ronroneo del gato, ni se revuelca panza arriba, pero quizá el tiempo, la curiosidad y al cercanía, terminen por unir más a dos especies diferentes; al fin y al cabo, son Tarzán y Chita.
Santiago confía en que seguirá viniendo, y poniendo así una nota de alegría en las tardes frías o solitarias, y desde luego él tiene claro que seguirá compartiendo ese momento mágico con ella. Allí donde hay vida humana y comida, el zorro, decidido, vence sus temores. Al fin y al cabo, es comida fácil, y «son muy listos», comenta la gente del pueblo. Como los gatos de la calle, Chita es ya una más; independiente, misteriosa, libre e indómita, o al menos por ahora.
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