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Inmersa en una campaña para apadrinar niños en Bolivia, Irene Mielgo Barreña, de 33 años, difunde estos días, desde Ciudad Rodrigo, las necesidades de un país al que está estrechamente conectada. Los colegios de las Misioneras de Miróbriga, Talavera de la Reina y Salamanca son ahora mismo los espacios desde los cuales esta iniciativa que ocupa su mente se puede materializar en cambios. Esta profesora de Nuevas Tecnologías de la Fundación Ciudad Rodrigo 2006 emprendió en 2017 una aventura que daría un giro decisivo a su vida.
¿Cómo empezó su historia en Bolivia y de dónde vino esa inquietud por ir a hacer un voluntariado?
—Empezó en 2017; desde hace muchos años tenía esa inquietud de hacer algo fuera de lo normal, de ayudar... Cursé Secundaria y Bachillerato en el colegio de Las Misioneras de La Providencia en Salamanca, y tienen centros formativos en Bolivia. Estás en el colegio y no piensas en ello mucho, había una hucha en la que echabas dinero, pero Bolivia sonaba lejano... Pasan los años, estudias tu carrera, te pones a trabajar, y cuando está uno en esa etapa en la que no sabe por dónde tirar, aunque tengas estabilidad, en mi caso surgió esa idea. Yo estaba entonces en Madrid trabajando.
¿Qué suponía ese paso tan radical? ¿Qué dejaba atrás?
—No tenía una idea de a corto plazo, sino más o menos unos seis u ocho meses, un año sabático. Tomé la decisión y dejé mi estabilidad. Esos meses se alargaron y acabaron siendo dos años ya que conocí allí el amor. Quería ver cómo me las apañaba en otro país, además en uno de los colegios más pobres de Sucre.
¿Cómo reaccionó su entorno ante la decisión?
—Mi entorno me apoyó, aunque lo veían un poco extraño: me decían que sería un cambio rotundo. Yo era de ir al trabajo en tacones, bien vestidita... pero lógicamente no vas al pueblo de al lado, vas a un sitio en el que ves mucha pobreza, puede que haya días que no te puedas duchar, ves gente que no tiene para comer... mentalmente te tienes que preparar, vas a vivir cosas inusuales, y mucha gente te va a ver como la extraterrestre que viene de otro planeta, además del contraste que hay.
¿Cómo surgió ese inesperado amor en Bolivia?
—Llegué y me ofrecí para clases de informática para Primaria y Secundaria; mi voluntariado era de lunes a viernes, y los fines de semana tenía tiempo libre para conocer el país. En uno de los tours que hice con unas amigas americanas que conocí allí, conocí a mi marido, que es guía de turismo de montaña. Así surgió. Al final, después de una visita en España a mi familia, me volví a vivir a Bolivia, ahora ya no estaba de voluntaria, sino que seguía en el colegio pero con un sueldo. El voluntariado realmente duró ocho meses, aunque estuve un año y pico más impartiendo clases y conviviendo con la gente de allí, hasta que pudimos venirnos. Vivimos en Ciudad Rodrigo juntos desde hace tres años.
¿Sigue manteniendo el vínculo con Sucre, como si tuviera una segunda familia?
—Claro, allí está toda su familia, en septiembre hemos hecho un viaje, porque además tenemos una hija, y los tres hemos ido para que la conozca la familia de mi marido, y para que se reencuentren. Además está mi segunda familia, las Hermanas y la gente que conocí allí. Sigo manteniendo contacto con una voluntaria de Alemania, fue una muy buena amiga. Alumnos que ahora están en Secundaria me cuentan cuando he ido cómo les va, muchos se acordaban de mí, y otros más pequeñitos te miran, y luego caen en quién eres. Al final son muchos días, y hay cariño.
¿Cómo es el día a día de un voluntario allí?
—Desde mi experiencia era un trabajo normal, con mi horario de impartir clases, y también ayudando en el horario de comedor, en el cual comen al día 600 niños.
¿Qué carencias y necesidades detectó a nivel educativo?
—La educación tiene un nivel un poquito más bajo. Desde que pasó un poco la pandemia han ido mejorando muchísimo, se encontraban en una situación en la que en sus casas no contaban con internet, teléfono ni tablet, y ha sido muy complicado llevar un curso. Desde las instituciones se ha ido facilitando, ahora está costando volver, estamos como adormilados. En muchos aspectos, no solo educativos, pensabas: en España están a años luz.
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