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El accidente más grave que Salamanca ha sufrido en su historia, silenciado por la censura franquista. Eso es lo que ocurrió el 10 de julio de 1940, un día después de que más de 100 personas perdieran la vida en la explosión del polvorín de Peñaranda.
LA GACETA de aquel día tituló a dos columnas y en la parte inferior de la primera página: «El desgraciado accidente del domingo en Peñaranda». No podían negar que algo había ocurrido, pero apenas ofrecieron información del suceso. De hecho, solo apuntaron que ocurrió a las 11:20 horas y en ningún momento hablaron del número de víctimas ni de las causas del accidente. Eso sí, destacaron que el Caudillo había enviado ya un donativo de 200.000 pesetas pesetas para los damnificados.
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Resulta curioso que en días posteriores tampoco se ofreció información sobre el trágico suceso y sólo comprenderemos al leer las páginas del periódico que algo muy grave debió ocurrir en Peñaranda, puesto que se publicaron grandes esquelas de los fallecidos de familias pudientes de la localidad y un recuadro con la suscripción «Socorro a Peñaranda de Bracamonte», en el que se podía leer quién aportaba dinero para la reconstrucción del pueblo y la cantidad que entregaba.
Hubo que esperar un año exactamente para enterarnos, más o menos, de lo que ocurrió aquel trágico 9 de julio de 1940. El Ayuntamiento de la Peñaranda organizó un funeral en la iglesia y un acto civil en la Plaza Mayor de la localidad y allí, el gobernador civil de la época, Gabriel Arias Salgado, detalló algunos datos de lo ocurrido. Explotaron 300.000 kilos de dinamita que ocasionaron la muerte de noventa personas y causaron heridas más de 1.500. La magnitud de la catástrofe fue tal que 1.054 casas fueron destruidas, por lo que en un primer momento, los supervivientes debieron irse a vivir a los pueblos aledaños, donde fueron acogidos por los vecinos.
Arias Salgado recordó también que el accidente podría haber sido mucho peor de haber explotado otro polvorín que había en el pueblo. Y centró su intervención en la reconstrucción de la localidad. En una primera fase se desescombraron 40.000 metros cúbicos de derribo y la aportación inicial para ayudar a las familias afectadas fue de 70.000 duros.
Aquel día, Peñaranda vivió una jornada de luto en la que se cerraron los comercios y las banderas nacionales ondearon con crespones negros. La iglesia se quedó pequeña para acoger el solemne funeral, oficiado por el padre Jesús Falcón, y en el que los familiares de las víctimas ocuparon un lugar especial. Y, por la tarde, el pueblo en masa se reunió en la plaza para dirigirse al cementerio rezando el rosario y honrar así la memoria de las víctimas del siniestro.
¿Pero qué ocurrió realmente? Porque ese mutismo inicial desató innumerables leyendas urbanas, sobre todo, si tenemos en cuenta que la Guerra Civil había terminado unos meses antes y que la posibilidad de un sabotaje no era descabellada.
Cincuenta años después del desgraciado suceso, la Fundación Germán Sánchez Ruipérez publicó un libro titulado «El polvorín 1939-1989. Peñaranda de Bracamonte«, en el que se detalla cuanto aconteció aquel día.
En sus páginas puede leerse que «era un domingo de verano en Peñaranda de Bracamonte (Salamanca) cuando el pueblo, que se arreglaba para asistir a misa de doce, se sobresaltaba a consecuencia de un gran estruendo. Por un instante hizo pensar a sus gentes en un acto de guerra, en un bombarbedo, dado lo próximo de la contienda civil vivida, aunque inmediatamente se darían cuenta que la explosión provenía de uno de los polvorines de armas de la localidad, el más próximo a la estación de ferrocarril».
Durante la Guerra Civil, Peñaranda había sido zona de retaguardia del ejército franquista, una plaza segura y bien comunicada estratégicamente para el abastecimiento de explosivos, que fueron almacenados en varios enclaves del pueblo. Sobre las posibles causas de la tragedia, la mencionada publicación recoge que no fue un sabotaje, sino un accidente. Instantes antes del desastre, el tren de mercancías 352 procedente de Salamanca con destino a Ávila entraba en la estación con una de sus ruedas al rojo vivo y ese pudo ser el detonante. Una chispa pudo hacer arder uno de los vagones del tren y dar origen a las explosiones que se sucedieron después. Se sabe que la mercancía transportada era amonal, una mezcla tremendamente inestable de nitrato amónico, TNT y polvo de aluminio.
La explosión fue enorme y casi simultánea a una segunda proveniente del polvorín próximo a la estación, que almacenaba más de 300 toneladas de bombas.
Segundos después, el escenario era dantesco. El pueblo había quedado arrasado, especialmente en la zona de la estación y las fábricas de harinas y caucho cercanas. Aunque las víctimas mortales nunca se han determinado con exactitud, los investigadores aseguran que superaron el centenar, entre muertos y desaparecidos, a los que se sumaron más de 1.500 heridos –una tercera parte de la población- y un millar de edificios arrasados por los derrumbes y el incendio que se declaró a continuación.
El miedo a nuevas explosiones hizo que cientos de peñarandinos recogieran los pocos enseres que pudieron recuperar y huyeran a pueblos cercanos como Aldeaseca de la Frontera y Cantaracillo. El Hospital comarcal también resultó seriamente dañado, por lo que los heridos fueron evacuados en ambulancias y coches particulares a Salamanca y Ávila.
Peñaranda y sus habitantes se vieron obligados a renacer de sus cenizas y ese mismo año se creó un patronato para la reconstrucción de la localidad. Medios nacionales e internacionales, entre ellos LA GACETA, se hicieron eco de la marea de solidaridad que se despertó para ayudar a las víctimas. Se recibieron donativos del embajador alemán y del mismo rey Alfonso XIII desde su residencia en Ginebra (Suiza). Se calcula que los donativos recaudados se acercaron al millón de pesetas (6.000 euros) de la época, aunque las víctimas solo recibieron ayuda para las exigencias de alimentación y cobijo ineludibles y no indemnizaciones por muerte, incapacidad ni lesiones.
La nueva Peñaranda se convirtió en objeto de la propaganda del régimen y símbolo de la denominada Reconstrucción Nacional de los primeros años de posguerra. Eran otros tiempos.
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