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Cada vez que voy a Portugal, me hago la misma pregunta: cómo es posible que seamos tan diferentes compartiéndolo todo, Historia, territorio, visión del mundo... ... Desde siempre entrar en Portugal ha sido (y es) entrar en otro planeta, uno cada vez más lejano habida cuenta del galopante empobrecimiento social de España. Si hay algún pobre imbécil que aún considera a nuestros hermanos lusos como ciudadanos de tercera frente a la España intelectual y glamurosa de Belén Esteban, lo tiene claro. Como digo, pobre imbécil. Portugal hace tiempo que nos da vueltas en muchas cosas y, tal y como yo lo veo, que nos enseña muchas cosas. Pero el pobre imbécil además de ciego es un soberbio que nada tiene que aprender, y ahí están de modelos de una siniestra pasarela Pedro Sánchez, “playmate” del socialismo delirante, y forajidos que aquí son legión: parásitos de las bajas médicas fraudulentas, turistas en las playas del desempleo, funcionarios que no funcionan, politicastros ungidos por la inviolabilidad, más todos los concursantes de la telebasura, aspiración nacional por lo que se ve.
Portugal nos enseña a tener dignidad, pero no tenemos traductor. Nos enseña a hacer cosas. O a intentarlas, pero aquí estamos mejor a la crítica despiadada botellín en mano. No tenemos, ni ellos ni nosotros, grandes industrias, ni las habrá; no tenemos grandes infraestructuras, ni las habrá, pero siempre deberían florecer en otros muchos campos las ideas y la iniciativa privada, algo cada vez más en desuso, una anomalía social, pues hoy liberalismo es ya casi sinónimo de delito. Los liberales no somos más que parias a punto de ser expulsados del sistema rodillo que nos gastamos.
Viajas apenas dos horas desde Salamanca, al corazón del Duero portugués, el rico Douro, y recuperas el pulso de la vida, del mundo y te dices “todo está en orden”. El río mismo hace que los sentimientos fluyan, que la mente esté despejada, y que las sobremesas en el restaurante D.O.C. sean la antesala del paraíso al que se accede por la carretera nacional 222: trenes de vapor, la vendimia a pleno rendimiento, la luz como representación de Dios, y el agua como sublime tesoro. Sin agua no hay paraíso.
No es la Tierra. Es una idea mágica de la Tierra, dispuesta por y para el hombre: la naturaleza mimada, los negocios abiertos, los restaurantes pulcros, la vendedora de fruta bien dispuesta, los barcos navegando, los turistas disfrutando de serlo y las curvas bien peraltadas. El verano se va pero en Portugal parece eterno como una canción de Nancy Sinatra y Lee Hazlewood. Y mientras conduzco suavemente saliendo de Pinhão, pienso que río arriba está Salamanca, está Vega de Terrón, están Las Arribes y está un mundo, ¡mi mundo!, olvidado y lúgubre. Y tan lejano como una colonia en Asia.
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