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Hubo un tiempo no tan lejano, cuando la televisión reinaba en el panorama de los medios de comunicación, en el que muchas noticias de relevancia no llegaban al gran público sencillamente porque no había imágenes sobre ellas. El apagón informativo era más llamativo si cabe ... en el caso de los sucesos. Aquella época terminó desde que todo hijo de vecino lleva un apéndice en su mano, al que denominados smartphone, y pulsa el botón rojo de grabar cada vez que se encuentra con cualquier cosa que despierte su curiosidad.
Hoy se cumple un mes del asesinato del joven Samuel Luiz en La Coruña a manos de una jauría humana, que le propinó una brutal paliza. El caso recibió el foco mediático a nivel nacional porque podía contener tintes homófobos, pero también porque se difundió el vídeo de la agresión. A esta muerte, se sumó días después la de Isaac, un rapero en ciernes de apenas 18 años, matado de cuatro puñaladas por la espalda por miembros de una banda latina cerca de su casa en Madrid. Alexander se debate, en estos momentos, entre la vida y la muerte en el hospital de Cruces, después de que otra violenta pandilla, los Hermanos Koala, se ensañara con él en Amorebieta hasta dejarlo en coma inducido. La grabación del delito corrió por las redes sociales como la espuma. Pero no hace falta irse tan lejos. En Salamanca también se ha propagado hace unos días otra salvaje agresión a una mujer mientras era pateada con saña y sus atacantes le arrancaban el pelo a trasquilones con la ayuda de unas tijeras.
La violencia juvenil no es nueva. En mi adolescencia también estaban de moda las bandas. Películas como “The Warriors” facilitaron su proliferación. Recuerdo que algún compañero de clase sufrió su agresividad. Hubo un momento en que, como consecuencia de sus fechorías, los profesores nos recomendaron que no fuéramos por la calle vistiendo la sudadera del uniforme del centro educativo porque uno de esos grupos de pandilleros sentía predilección por atacar a los alumnos a la salida del colegio, solo porque pertenecía al Opus.
Tras esta avalancha de casos con desenlace fatal en apenas un mes, los expertos policiales aseguran que no estamos ante un aumento significativo de este tipo de agresiones. Lo que ocurre es que ahora se graban y se divulgan impunemente por las redes sociales y da la sensación de que vivimos rodeados de un clima de violencia excepcional.
Gran parte de estos episodios de matonismo juvenil no presentan una motivación especial. Se producen por una falta de conciencia moral, por un culto a la violencia por la violencia, por marcar territorio, por alardear delante del grupo... Y las redes les sirven para dejar claro ante todo el mundo que no tienen miedo al castigo, que pueden hacer lo que les venga en gana, que tienen el poder en sus manos.
La difusión de todas estas palizas constituye el abono perfecto para normalizar esta violencia. Por eso, resulta incomprensible que las autoridades no tomen cartas en el asunto de una vez por todas. No es de recibo que un menor pueda registrarse en una red social mintiendo al dar su edad y sin la autorización expresa de sus padres. Tampoco resulta comprensible que cualquier persona pueda colgar vídeos de este tipo, de violencia extrema, en los que incluso aparecen menores, sin que la propia red social tenga responsabilidad alguna. Es más, la mayor parte de ellas, facilitan su propagación -entiendo que de forma involuntaria- cuando ofrecen la posibilidad de lanzar imágenes que desaparecen al cabo de un corto lapso de tiempo. Pero el daño ya está hecho. Y así, las intocables grandes empresas multinacionales que gobiernan estas redes se enriquecen a costa de esta basura mientras se lavan las manos. ¿Para cuándo una legislación valiente que acabe con esta lacra social?
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