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Qué frío pasaron las autoridades este lunes en el Palacio Real. Hacía sol de otoño, pero el ambiente era gélido invernal, las miradas eran de ... hielo y las conversaciones se quedaban congeladas en el saludo más protocolario. El ambiente era fúnebre, nada festivo, sin glamur, incómodo y flotaba en el aire cierto deseo de que pasara rápido el trance, que es lo que uno espera de un funeral, que pase lo antes posible. Supongo que los asistentes aguardaban impacientes a sus conductores oficiales -todos los tenían- y el traslado urgente a la comodidad del confortable y cálido nido, lejano del Palacio Real, que parecía un palacio de invierno de los zares, un espacio con un microclima similar al de Alaska antes del calentamiento global. Veía la televisión y me arrebujaba en la manta escocesa que tengo para este tiempo en el que las casas no se han calentado aún. Qué frío pasé viendo las imágenes de la Fiesta Nacional. No le digo más que me vino a la memoria aquello que cantábamos en otros tiempos: “cuando la fiesta nacional yo me quedo en la cama igual...” Lo aprendimos de Paco Ibáñez, en español, y de Brassens, en francés. Aquí, en Salamanca, lo cantaba Quini Sánchez y en un día bueno Manolo Díaz. Fíjese de qué siglo hablo. Vivíamos una Transición hacia no sabíamos dónde, más o menos como la transición de hoy, que no sabemos dónde acabará, y todo era un mar de dudas. Más que una fiesta nacional, la televisión nos dio un funeral de estado en el que cada uno podía colocar el cadáver que quisiera en el catafalco del Patio de la Armería. Un funeral desde el color de la ropa a los gestos de circunstancias que traspasaban las mascarillas. Y a eso lo llaman Fiesta Nacional.

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