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Ha pasado una década desde la proeza del Mundial. También entonces estábamos en una crisis, en el borde del precipicio, mirábamos a Merkel con ... recelo porque era un dolor de cabeza al contrario que ahora, cuando (probablemente) nos tiene simpatía y apoyaba a nuestra menina Nadia Calviño, criada a los pechos de la Unión Europea de frugales y halcones, para presidir el Eurogrupo. Ganamos el Mundial y de paso sentimos que también a quienes nos negaban el pan y la sal en aquellos malos momentos. Diez años del Mundial que ganó un salmantino, Vicente del Bosque, el hombre tranquilo, que encarnaba el sentido común, que hacía que nos preguntásemos por qué no tenemos un presidente de Gobierno así. Del Bosque era una vieja gloria del Real Madrid, donde Florentino Pérez le había despreciado, seguramente por falta de glamur y ausencia de excesos, y el salmantino le pasaba la factura con un Mundial, el mejor currículum del gremio de entrenadores y los ojos de los mejores clubes del mundo puestos en él, además de título de marqués, que le otorgó el rey emérito. Un tipo de bigote en tiempos de depilaciones integrales por láser o barbas hípster, de Garrido y vida familiar, que echa de menos una chanfaina el domingo a media mañana con un chato en el bar de la esquina. Recibimos después a Del Bosque en Salamanca como se merecía y habrá pocos salmantinos que no tengan una foto con él, su autógrafo e incluso con la Copa del Mundo. Hoy, en la Plaza del Liceo, hay una escultura suya, de cuerpo entero, reconocible, con un gesto de pacificación que podía recordar al patrono de la ciudad apaciguando los ánimos, obra del maestro Fernando Mayoral. Los que vienen paran junto a ella y se hacen la correspondiente fotografía. Está al lado del “Zara”, cuyo inmueble tanta negociación le costó a Amancio Ortega con Trinidad Ingelmo, que acaba de fallecer. Ella nos enseñó a muchos qué era la esclerosis múltiple y nos implicó en su tratamiento, investigación e integración social. La hemos perdido, pero su obra sigue ahí. En aquellos días también quería el inmueble el alcalde, Julián Lanzarote, para unir Pozo Amarillo con Liceo y abrir entrada al teatro por su solar, entre las ruinas del convento de San Antonio.

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