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EL señor Isidro, alias el Curvas, recogía, amparado en la oscuridad de la noche, los aceites utilizados en alguna de las freidurías salmantinas que durante ... horas habían visto sumergirse y bullir en chisporroteante alborozo ancas de rana, sardas del Tormes, calamares y cualquier otro alimento impreso en la carta de raciones. Ni que decir tiene que el grado de oxidación de ese aceite debía de superar los límites aptos para el consumo. Ajeno a este pequeño detalle, el señor Isidro colocaba los recipientes en la Vespa y uncido bajo el peso de la joroba salía disparado hacia su cuchitril de Peñuelas de San Blas. Allí, aquella turbia sustancia doraba los churros que la señá Pura iba depositando en el ardiente balde de freír.
La clientela trasnochadora no era muy exigente. Quien más y quien menos reconocía el carácter hospitalario del matrimonio y admiraba su capacidad de comprensión y paciencia a la hora de abrir la consulta terapéutica a irredentos noctámbulos. Es más, yo diría que el señor Isidro y su esposa eran auténticos dinamizadores culturales adelantados a su tiempo. Su negocio era visita obligada para iniciados, a quienes daban conversación y no dejaban de mostrar complacencia y capacidad para escuchar los estrafalarios argumentos, no siempre bien hilados, de quienes habían degustado previamente la libidinosa hospitalidad y los licores garrafoneros del Casablanca, el Sol, Paraíso, Sevilla, Navarra y otros refugios de almas perdidas en el reputado –reputadísimo-- entorno de La Palma, Cervantes, Cañizal, Empedrada, Cuesta de Oviedo y callejones aledaños. Cuántos alivios y desahogos, cuántas pasiones sofocadas, cuántas amarguras caritativamente penitenciadas, cuántas lúbricas ansias colmadas, cuántos deleites para edulcorar las amargas hieles de la vida en los postreros estertores de un barrio chino a punto de recibir el brutal zarpazo de la piqueta. Y cuántos atrabiliarios personajes dignos de novela costumbrista. Uno de ellos era el Pollo, que simulaba pasos de bailaor flamenco tamborileando con una caja de cerillas por los bares con el fin de ganarse unas pesetas o la gracia de una consumición. Flaco, inquieto, dicharachero, pero comedido y sin ofender a nadie.
En estos ambientes, el señor Isidro y la señá Pura afogonaban sus fritangas para noctívagos irredentos. Señoritingos desubicados, estudiantes ávidos de sensaciones y menestrales de variado pelaje departían fraternalmente entre vapores aceitosos al clarear el día. De vez en cuando alguien mostraba una espina salida del interior de un churro, o señalaba sin disimulo algún atisbo de astilla naufragando en la irrellenable botella de anís.
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