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En un sistema constitucional que se precie de serlo, una condena penal no puede dar forma legal a la venganza. Tratándose de la corrupción, tampoco ... cabe entenderla como un triunfo del lamentable “... y tú más” al que nuestros políticos nos tienen tan acostumbrados, sino del Estado de Derecho, que se hace carne en el fallo. Por eso, si creemos en la justicia –y no me refiero a ese valor tan trascendente como intangible, sino a su significado institucional–, deberemos ser respetuosos con las decisiones judiciales.
En mi opinión, dos expresidentes y unos cuantos exministros se equivocan al apoyar la petición de indulto que presentará la familia de José Antonio Griñán. Para su esposa y su hijo, solicitarlo es una imperiosa obligación que no deriva del Derecho, pero que lo hagan quienes desempeñaron cargos tan relevantes es un lujo que no justifican la confianza o la amistad, por estrechas que éstas fuesen. Ya me he ocupado en esta misma columna del indulto y me dispongo a reincidir. Algunos siguen pensando que se trata de un mecanismo que sirve para tumbar condenas como si fuese el “comodín del público” en un concurso, sin reparar en que su abuso deslegitima el sistema y perpetúa la sensación de impunidad que tiene nuestra sociedad respecto de los actos de corrupción. No es admisible que el poder –presente o pretérito– ni siquiera espere a conocer la redacción íntegra de la sentencia para solicitar que no se aplique.
La prensa informa del argumentario de la petición. Se habla de intachable trayectoria, como también se dijo de algún juez que durante décadas combatió el narcotráfico y el terrorismo, y luego cumplió condena por prevaricación. También se apela al deterioro psicológico y moral del reo tras años de proceso, olvidando que el Derecho penal nunca repartió flores.
No dudo que el juicio mediático fuera un auténtico tormento, pero así es la política. Se apela, por último, al hecho de que jamás haya obtenido otro beneficio que su sueldo como servidor público. Nada me lleva a pensar lo contrario –no cabe decir lo mismo de otros–, pero la malversación no exige enriquecimiento propio y, en este caso, el castigo se aplica por dirigir una estructura que sustrajo 680 millones de euros de toda clase de control público. Por bienintencionada que fuera la operación, el Estado de Derecho se vale de mecanismos que ofrecen garantías, y violarlos deliberadamente es delito.
Porque el Derecho penal no debe ser vindicativo, el sistema no debe ensañarse con Griñán; pero para ello no se debe acudir a soluciones que comprometan –una vez más– la integridad de las instituciones. El sistema es más inteligente de lo que muchos piensan.
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