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Ya tengo encima de la mesa la segunda entrega de “La vida cotidiana en la Salamanca del siglo XX” de Jesús Málaga. La primera ... vio la luz hace más de un año y como aquella, es un volumen que requiere de atril: casi 900 páginas. En este caso abarca los años que van desde 1924 a 1939. Años que conozco bien por la hemeroteca de LA GACETA, que viene a ser como una segunda vivienda. Años complicados que desembocan en la tragedia de la Guerra Civil. Ayer, 15 de diciembre, fue el aniversario del referéndum celebrado en 1976 en el que dimos un sí rotundo a la llamada Reforma Política. Ahí comenzó esa Transición -es mi opinión- que a algunos les cuesta reconocer como ejemplar, creyendo, quizá, que ellos lo habrían hecho mejor. Ya lo veríamos si hubiesen vivido aquellos años. De la crónica de esa jornada de referéndum publicada en este periódico me impresionó mucho el dato de que fuesen a votar monjas de clausura, como las Madres de Dios, que se asombraron de ver delante de la puerta del convento una calle que no existía cuando profesaron: la de Íscar Peyra o, como se la llamó al principio, Vía del Rodeo. Supongo que el siguiente volumen de Málaga puede terminar ese año para afrontar en el siguiente la Democracia, colisionando, ya, con su tiempo del alcalde. Este que tengo en la mesa tiene mejor edición que el anterior y rica sustancia. Ha llegado el volumen al tiempo que termino “1558” de Javier Rodillo Cordero. Una edición sencilla y personal con trama histórica, bibliográfica y con su punto de género negro ambientada en Salamanca. Merece caer en manos de un guionista de serie que la lleve a la televisión e incluso al cine. Rodillo, entre extremeño y salmantino, ha investigado la historia escolar de su Extremadura, pero no duda en hacer incursiones de novela por Salamanca. Es lo que tiene la sangre conquistadora. Y por ahora, basta de libros.
A Marcos Valle, cocinero de Gonzalo Sendín, le han dado el segundo premio en el concurso nacional de patatas bravas. También podría haber sido el primero, que las merece. Soy un devoto de las patatas bravas, cuyo origen ocupa varios tratados sin poner de acuerdo a los especialistas. Tengo gran recuerdo de aquella “Mejillonera” de la Puerta de Zamora, que las ponía bien ricas; de las del “Hipopótamo” y el “Fuelle”, en Traviesa, y desde luego las del “Antonio” en Dimas Madariaga. Discutir cuáles han sido las mejores bravas salmantinas es abrir una contienda civil que no me apetece, y, además, toca a la familia. Y sobre las de ahora, el premio lo deja claro. Esta buena noticia se une a la de la nueva estrella Michelin de Salamanca, que nos sube un peldaño como ciudad en el olimpo de la gastronomía, pues ahora tenemos dos locales con galones y al menos otros dos que los merecen. O tres. Solo falta que regrese aquella normalidad que tanto añoramos.
Y sobre todo, ahora, que otra vez vemos que la ola nos arrastra hasta su cresta como si nos hubiésemos montado en una montaña rusa. Otra vez nos tocará doblar la curva y escuchar todo eso que venimos escuchando desde hace meses y nos está convirtiendo en virólogos de andar por casa, epidemiólogos de caña y café y autodidactas expertos en salud pública.
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