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LA gesta de Roberto de Bruce, escrita en defensa de la independencia escocesa en el siglo XIV y vertida al español por mi ... colega Fernando Toda, ofrece un bello pasaje en elogio de la libertad que, entre otras cosas, dice: “La libertad es una cosa noble. Hace que el hombre tenga albedrío, y le confiere solaz... Quien vive libremente, vive en paz”. En su famosa “Oda a la libertad” el poeta inglés Shelley comienza citando a su amigo Lord Byron y señala que la bandera de la libertad, aunque desgarrada, sigue flameando en medio del vendaval de la tormenta. También el ruso Pushkin escribió en San Petersburgo otra oda a la libertad. El zar Nicolás se enfureció y envió al escritor al exilio en Ucrania por mencionar al “villano autocrático” y defender en el poema que “solo la libertad puede salvar a los tiranos del cuchillo que les espera”. Putin, en su calidad de carne de tribunal penal internacional, debería tomar buena nota de este pasaje.
Ucrania está en grave riesgo de perder su libertad, ese don tan preciado que algunos desgraciados países ven peligrar apenas conseguido. Ucrania se libró del comunismo y se resiste a volver a caer en él. Aunque el término comunismo, asociado a millones de personas asesinadas y deportadas en el mundo sea para muchos, a estas alturas, un término que no goza de buena prensa. Una vez perdido el halo de movimiento redentor del proletariado, el comunismo suena a rancio, a viejuno y a la vez infantiloide. Podemos llamar como queramos a lo que Putin, ese sicópata, inexpresivo, de mirada vidriosa, fría y cruel, pretende hacer con Rusia y los antiguos satélites soviéticos. Quien pretende “desnazificar” Ucrania es el auténtico nazi de estos tiempos, porque su comportamiento coincide punto por punto con la ideología más radicalmente fascista. Es decir, que los extremos --comunismo y fascismo-- se tocan.
En algunos países de la antigua órbita soviética existen museos del comunismo, donde conservan los vestigios de esa etapa tan dolorosa que ahora sirven para cultivar el morbo de los turistas. En una de las repúblicas bálticas me decían que prácticamente no había familia que no hubiera tenido algún miembro deportado en Siberia. No todos regresaron con vida. Son tragedias instaladas en la memoria colectiva, esa memoria de la que Putin es el heraldo humeante que va dejando el rastro de un sangriento memorial de dolor y destrucción en Ucrania. No es fácil ponerle coto a esa alimaña, por más que el mundo entero --salvo los malnacidos de siempre-- haya alcanzado un acuerdo histórico para imponer sanciones y tratar de detener una barbarie ante la que, por desgracia, son más útiles las armas rusas que los discursos. Como escribió Miguel Hernández, “tristes armas si no son las palabras”. Pobre Ucrania y pobres de nosotros mientras Putin siga vivo.
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