Turismo de masas
Lunes, 12 de agosto 2019, 05:00
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Lunes, 12 de agosto 2019, 05:00
Un sector del muro de Adriano, construido por los romanos hace 2.000 años al norte de Inglaterra, como frontera que los separaba del territorio ... de los belicosos pictos, se derrumbó hace unos meses, aplastado por la llegada masiva de turistas, seguidores la mayoría de la serie “Juego de Tronos”, que buscaban el selfie perfecto. En el lejano Nepal, el tráfico de turistas, en este caso ataviados de alpinistas, congestiona desde hace tiempo el Everest, la montaña más alta del mundo, y los obliga a hacer cola durante horas para acceder a la cumbre e inmortalizar el momento, con consecuencias a veces fatales para la salud de tantos esforzados, algunos de los cuales fallecen víctimas del cansancio, del mal de altura o de los cambios bruscos de temperatura. Hace pocas semanas hemos sabido también que el reciente éxito de la serie televisiva “Chernóbil” ha multiplicado el número de visitantes a la ciudad fantasma de Prípiat y a la zona de exclusión establecida en 1986 tras el accidente de la planta nuclear ucraniana; y que existe, floreciente, un subsector, llamado “turismo negro” o “macabro”, que llena de visitantes cada año lugares asociados a catástrofes o escenarios de crímenes como Alcásser, Bataclan o las mansiones de Beverly Hills donde actuaba hace ahora cincuenta años el célebre asesino Charles Manson.
El asunto da mucho juego. Permite amargas reflexiones sobre cómo el viajar, que fue en su día una actividad liberadora, de mejora individual y social, que abría horizontes a quienes lo practicaban y hasta —se decía— curaba males como el nacionalismo, se ha convertido hoy en producto de consumo espantosamente masivo, que banaliza todo y es capaz de equiparar un avistamiento de La Gioconda en el Louvre con un tour por Auschwitz, como un “souvenir” en el que lo único que importa es el “yo estuve allí”. Permitiría también alguna queja sobre la irremediable extensión del frikismo o sobre los insondables y miserables misterios del alma humana: ¿Quién puede emocionarse, por ejemplo, con un recorrido por Alcásser como si fuera un parque de atracciones? O podríamos discutir, colocándonos en otro plan, acerca de las posibilidades que el arte proporciona para la solución al problema de la sobreexplotación turística, como proponía la última Bienal de Venecia, una ciudad invadida hoy por esos horrendos cruceros de muchas plantas que navegan por sus bellos canales.
Pero no hay que ponerse trascendentes, pues al fin y al cabo estamos en agosto y, como se dice a menudo, lo único que se puede hacer en verano es hablar del verano. Desde una perspectiva mucho más modesta, cabe al menos constatar este avance que hoy parece irremisible del turismo y de los turistas y las turistas, cuya progresión recuerda a veces a las termitas tanto en su capacidad reproductiva como en su lenta pero implacable habilidad destructora. Y colocarnos por tanto ante la evidencia de que se trata de una actividad que hay que regular, sobre la que conviene establecer límites si queremos que siga siendo favorable para todos.
No habría que escandalizarse por plantear la cuestión. También hubo una época en la que la instalación de una industria papelera era vista como algo extraordinario en una determinada localidad, cuyo futuro y bienestar quedaban asegurados, y después se comprobaron los destrozos medioambientales y en la salud de sus habitantes que dicha industria producía. El turismo es sin duda muy importante en nuestro país, aporta una parte sustancial de nuestro PIB, da trabajo a muchas personas y constituye a menudo la única alternativa económica para territorios en las que no existen otras. Pero también el turismo puede ser contaminante: lo es a menudo en lo acústico, como lo es también cuando convierte zonas ideales para el paseo de los ciudadanos en una pista de obstáculos entre terrazas invasoras y grupos de guiris o de jubilados cargados de mochilas. Lo admiten ya algunos expertos, en relación sobre todo a zonas turísticas del litoral mediterráneo o grandes ciudades como Madrid o Barcelona. Pero quizá también deberíamos comenzar a admitirlo en Salamanca, donde a veces parece que el turismo de masas estaría empezando a tocar techo.
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