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Si los contenedores hablaran, se convertirían en los sociólogos más reputados de nuestro tiempo. Desde su privilegiada situación callejera, ejercen de testigos mudos de cuanto acontece a su alrededor. Yo diría que nos conocen mejor que nosotros mismos.
Mantenemos con ellos una curiosa relación. Deseamos ... tenerlos cerca para no desplazarnos demasiado cuando bajamos a tirar la basura. Y, sin embargo, no nos gusta que los sitúen frente a nuestro hogar por eso de los malos olores que desprenden en verano.
Si los contenedores hablaran, nos recordarían que el cartón debe arrojarse en el de al lado, el de color azul. Y las botellas de vino, en el verde. Y a ese otro que han pintado de amarillo le gusta recibir envases de plástico, latas de bebidas, conservas y tetrabricks. Nos dirían que una acción tan sencilla como separar nuestros residuos ayudará a que nuestros nietos no nos recuerden como aquella generación que convirtió el planeta en un basurero.
Si los contenedores hablaran, podrían ejercer incluso de epidemiólogos, en estos momentos en los que, al igual que ocurre con los entrenadores de fútbol, todos llevamos un Fernando Simón dentro. De su capacidad de análisis de cuanto echamos en su interior, podrían conjeturar si estamos obesos, si no dejamos de consumir ansiolíticos, si el colesterol nos va a jugar una mala pasada de aquí a unos meses o si somos uno de esos tres millones de españoles que saben lo que significa pasar el coronavirus en mayor o menor medida.
Si los contenedores hablaran, ayudarían a esa creciente legión de pobres hombres que, a diario, les visitan armados de un palo con un gancho en su extremo y una bolsa de supermercado. Seguro que encontrarían unas palabras de ánimo para ellos. Les alentarían recordándoles que las crisis son cíclicas, o al menos eso habían leído en un libro de Marx que algún estudiante de economía había depositado en su interior al terminar la carrera. Les confortarían mostrándoles, por comparación, que la vida de un contenedor de basura es mucho peor que la suya, que la esperanza existe a la vuelta de la esquina, que -como decía la canción de Duncan Dhu- “los buenos tiempos volverán”.
Si los contenedores hablaran serían el perfecto confidente de la Policía. Camuflados, sin llamar la atención, espectadores siempre de nuestras mayores vilezas. Han acogido en su seno desde cadáveres de esposas, a las que una infeliz vida puso en su camino un marido que no las merecían, hasta bebés recién nacidos de madres sin escrúpulos o sin juicio. El otro día, sin ir más lejos, arrojaron al interior de uno de ellos la cabeza de un hombre al que un “amigo” enajenado decapitó en su domicilio de Huelva. El rechinar de su tapa al abrirse fue su único lamento ante tal atroz escena. No hay duda. Conocen bien todas nuestras miserias, confesables e inconfesables.
Si los contenedores hablaran, gritarían a esos jóvenes encapuchados de cabeza hueca que estas noches les están prendiendo fuego para utilizarlos como barricada incendiaria en señal de protesta contra un toque de queda que no acaban de comprender. O quizás les susurrarían en sus oídos sordos que esa no es la forma; que vivimos desde hace más de cuarenta años en democracia; que no se dejen llevar por esas voces de políticos exaltados que solo buscan la confrontación y su propio beneficio sin importarles las consecuencias; que, aunque están en la edad de rebelarse y protestar, existen métodos más inteligentes, originales y eficaces de hacerlo; que la violencia solo genera más violencia; que están llamados a cambiar el mundo -por qué no- a golpe de formación y estudio, y no con un mechero y un adoquín.
Si los contenedores hablaran, podrían enseñarnos tantas, tantas cosas...
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