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Mi familia madrileña acaba de cambiarse de casa. Después de muchas vueltas y cuentas, dejaron atrás el piso que han habitado hasta hoy toda la ... vida y se han ido, no demasiado lejos, pero a otro mundo.
Cambian calles estrechas, olvidos sistemáticos de los servicios municipales y ningún árbol por una zona residencial de tiendas y amplias avenidas. Y una casa más grande, claro.
En la comida del domingo el comentario general era que no había color. Hasta que, sin levantar los ojos del móvil, mi sobrino, 13 años, dijo que vale, que ahora tiene habitación propia -su “cueva”, que aún tiene a medio rematar-, pero que le gustaba más donde vivía antes: me conocían en todos los chinos, me ponían aceitunas en los bares sin tener que pedirlas. La gente, todo... el barrio, zanjó, como si dijera algo muy obvio.
Para el caso da igual Estrecho, Garrido o il quartiere de la Santa Croce de Florencia de Pratolini: “Éramos seres inocentes, confinados en nuestro barrio por la melancolía, la costumbre, el amor, por algo muy íntimo y receloso.”
Vivir en Madrid no es igual que vivir en Salamanca, por suerte para nuestros bolsillos, pero al final todo se resume en lo mismo: el barrio chico, el suelo más habitual en nuestro ir y venir; y el barrio grande. Uno y otro son nuestras rutinas, paisaje, calles, tiendas, bares y sobre todo la gente.
Pienso que antes las ciudades tenían más alma porque la gente se conocía más. Y, quizá, también había más gente generosamente dispuesta a darse a conocer.
Porque antes de que por la calle fuéramos más pendientes del móvil que de otra cosa, aún podías cruzarte con Adares y su bandolera cargada de poemas, observar el trajinar del limpia de Las Torres o, si tenías suerte, que el gran Willy Herráez te contara un chascarrillo de los suyos: ¡ya están aquí los jodíos peliculeros!, gritaba fernangomecianamente cada vez que me acercaba trípode al hombro por la Plaza Mayor camino de alguna rueda de prensa.
Cuando falte todo eso, aquella persona a quien saludas sin estar del todo seguro de qué la conoces, pero sabes que es del barrio, de toda la vida; cuando vayan desapareciendo las esquinas, las tiendas de siempre, quizá seamos menos nosotros.
Por eso es estupendo que al fin haya un plan que mantenga rótulos comerciales cargados de historia, aun cuando la tienda ya no exista. Para quedar en las escaleras de Feldy o explicar que viste a no sé quién por la esquina de ARA o por delante de La Cibeles, la nuestra.
Porque a lo mejor ser de un sitio se resume en poco más que eso. La cajera que se sonríe porque en tu cesta nunca falta el chocolate, el saludo del barrendero cada mañana cuando te ve ir siempre un poco tarde. Que Cristóbal o Inma o Baldo te pongan leche fría en el café sin preguntar. Con problemas, claro. Por eso deberíamos cuidarnos entre todos un poco más. Es lo que tenemos. El barrio.
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