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Creíamos que iba a estar siempre allí. De hecho, la incorporamos a nuestro callejero. Como otros quedan debajo del reloj, nosotros quedábamos en su esquina. ... Primero, porque así el que llegaba antes entretenía la espera comprando las mercancías propias de los niños que están a punto de dejar de serlo. Y, segundo, porque era como un código secreto y propio que nos permitía dar emoción a nuestras citas.
Ella y su hermano atendían, desde que teníamos recuerdos, ese quiosco. Como su hermano no tenía ningún rasgo físico muy acentuado, más allá, quizá, de su altura y ella tenía unos ojos muy saltones, no sé en qué momento empezamos a llamarlo el kiosco de la sapa. Creativa inventiva infantil desposeída, en este caso, de malicia.
Porque si había un rasgo que distinguía a aquella quiosquera era la dulzura. Inma, la dulce, hubiera sido más adecuado. Porque cuando tenías un mal día, cuando estabas harto de caerle mal a todos los espejos, cuando un examen sorpresa te había puesto ante el pelotón de fusilamiento, pasar por allí era una garantía de quedar enterrado en un alud de guapos, miniños, cielos, bonitos y amabilidad extrema que escapaban de sus manos con olor a tabaco.
Luego a Inma se la dejó de ver y quedó su hermano. El otro día descubrí que en lugar de revistas, periódicos y juguetes (de allí salió toda mi colección de figuras WWF) en el escaparate había un cartel de “se alquila”. No es la primera vez que nos pasa, claro. La topografía comercial de la ciudad es, casi por definición, cambiante y, hoy más que nunca, efímera. Pero supongo que se han fijado en esa enfermedad terrible, el sarpullido de se alquila, se vende, se traspasa que se extiende por expositores y vitrinas.
“¿Pero a quién se le ocurre abrir una tienda hoy si lo tienes todo en Amazon más rápido y barato?”. Lo habrán oído cientos de veces. Y ahí está, en gran medida, el debate: horarios, nuevos modos de vida, exigencia de un abanico infinito de artículos (al menos teóricamente, porque al final casi todos compramos lo mismo).
Pero necesitamos, quizá, sentir que dominamos el mundo a golpe de ratón. Y en ese proceso se van quedando atrás los comercios de siempre. Pequeñas tiendas donde se nos saluda, se nos pregunta por la familia, se nos sonríe, orienta y aconseja.
En gran media, pequeños monumentos que habría que cuidar más. Algunas ciudades han lanzado ya o están elaborando planes de protección de esos espacios singulares por antigüedad, decoración y otras muchas circunstancias. Incluso en algunas se blindan en el propio plan de Urbanismo.
No es para menos, detrás hay empleos, sagas, modos de vida a veces centenarios y los momentos que han marcado de una u otra forma nuestra historia. Lo que daría yo por volver a ese quiosco y que, con esos grandes ojos que derrochaban ternura, Inma volviera a preguntarme: “¿Qué quieres, mi niño?”.
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