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Compartimos con los mexicanos cierta familiaridad con la muerte. Ellos tienen su catrina y nosotros las muertes que dan nombre a una casa vinculada a ... Juan de Álava, y sirve de trono universitario a una rana, que sigue siendo un endiablado enigma. Ellos tienen sus panes de difuntos y nosotros los huesos de santo y buñuelos (cada buñuelo libra un alma del Purgatorio, no lo olvide), o las castañas, cuyos puestos ya están en las calles, tan vinculadas a estos días. Hay todo un cancionero mexicano relacionado con la muerte, desde la maravillosa “Llorona”, y nosotros tenemos esa advertencia en el muro de San Julián de que quienes dan consejos ciertos a los vivos son los muertos, que podría encajar en alguna canción mexicana, o en el romance de los Mozos de Monleón, tan querido por Ángel Carril, que tendrá su homenaje pronto. Su relación con la catrina (esqueletos) es la que nosotros tenemos con el diablo de la Cueva de Salamanca. El cortejo que acompaña al ya fantasma de Félix de Montemar, “Estudiante de Salamanca”, de Espronceda, podría deambular por un cementerio mexicano mientras los familiares de los muertos montan la mesa para compartirla con el difunto. Y con sus platos, tabaco y tequila preferido. No sé usted, pero uno en la Plaza del Liceo, entre los cráneos expuestos se siente cómodo, incluso sentado al lado de la pareja de esqueletos, y me pasará lo mismo cuando vaya a la Casa de las Conchas a ver el altar que mi amiga mexicana Sarahi Reyes suele montar por estas fechas. Y no me asusta el Ecce Homo de la Capilla de Todos los Santos y me gusta el desfile por las calles de San Martín del Castañar entre poemas y cantos, como me gusta la historia de la resurrección de la Marquesa de Almarza en San Boal, y escuchar a la albercana Moza de las Ánimas con su campana llamar por las calles al recuerdo de los difuntos.
Y las castañas. Supongo que después de un verano largo y ardiente cada castaña asada valdrá este “veroño” lo que otros años un marrón glacé, pero hay que entregarse a la causa. Aunque no haga frío. También supongo que en los conventos supieron sacar buen partido a las castañas con potajes, guarniciones y postres, que para estos las monjas siempre han sido muy suyas, por mañosas y porque tenían a Dios entre los pucheros. A Dios y al diablo, claro. El lunes María Godeo Rojas, experta en el convento de las Dueñas, habló en la Casa de las Conchas de la historia y el arte de éste como parte de una llamada de Ciudadanos en Defensa del Patrimonio sobre el vaciado conventual. Francisca Rivera, presidenta de la asociación, me dijo que con estas acciones se trata de informar del problema y ofrecer alguna opinión. No es fácil porque hay mucha casa conventual y reavivarlas parece complicado. O Imposible, Ahí están las Bernardas del Camino de las Aguas, y las que estaban en la casa de la Vera Cruz, y las Úrsulas, que aguantaron un poco más que las claras. Son casas con obras de arte y en ocasiones una arquitectura extraordinaria e intocable. Es un problema. Escuché decir que en Salamanca podría abrirse algún museo más, pero un museo no se mantiene del aire, es caro y debe ser interesante y vivo para no convertirse en un almacén. Quizá se pueda estudiar la ampliación de alguno. Por cierto, imagino que pronto sabremos algo del recinto de las Adoratrices y del propio convento de las Úrsulas. Sugiero a Ciudadanos en Defensa de Patrimonio que cuando acaben con el patrimonio conventual comiencen con el laico, comercial y financiero.
Avanzamos entre muertes y catrinas a fechas de difuntos. Algunos están empeñados en el “Tenorio”, pero a mí me parece que “El Estudiante de Salamanca” es más de estos días. Y sigo echando en falta algo que avise a parroquianos y forasteros de que la calle del Jesús es la calle del Ataúd que aparece en la obra de Espronceda, y de que hay que andar con cuidado con la muerte. Pocas bromas con la parca, porque tiene las de ganar en México y aquí. Y como dicen allá, se me cuiden.
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