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El verano es también sentarte, cuando el día sucumbe, delante de un plato de chorizo y una botella de vino y hacer eso que se ... llama merienda cena, que es como un “brunch” vespertino, un saludo a la noche, que llora estos días de San Lorenzo por las fiestas que no habrá en la semana más festera del año. He leído que el chorizo español conquista el mercado internacional, que el Consorcio del Chorizo Español etiquetó para el extranjero más de un millón y medio en los primeros seis meses del año, que son medio millón más que el año pasado en el mismo periodo. Por ahí fuera ya se van enterando de que hay vida y vidilla más allá del jamón. Se dice que los británicos no tienen ni idea de lo que es buena comida, pero encabezan la lista de consumidores, así que tontos no son. Le siguen los franceses, que no me extraña por muchas cosas, y ocupan la tercera plaza los canadienses, que ahí sí que me doy con un muro. Pero aquí, lo importante es que el chorizo triunfa en el exterior, el mismo chorizo del atardecer y la fiesta, y la esencia del bocadillo de la merienda de la infancia, aquel bocadillo que rodaba por la acera, el bolsillo, otro rato de acera, iba de una mano a otra y acababa en la boca, a veces compartido. Y aquí estamos. No es el chorizo negro citado por Quevedo sino el rojizo que el pimiento americano hizo posible. El chorizo del recetario “Manual de mugeres”, que se guarda celosamente en la biblioteca universitaria, y el chorizo que inmortalizó al Tío Rico de Candelario, donde, quizá, lo haya probado Isabel Díaz Ayuso, porque el chorizo de Candelario era muy celebrado en la Corte. Hasta Galdós lo cita en sus Episodios. Cervantes, en la “Tía Fingida”, encumbra al chorizo, como siglos más tarde lo harían Cela, Labordeta, Echanove o el propio Almodóvar y los de “Aquí la tierra”, por ejemplo.
Aquí, el chorizo siembre ha sido santo y seña. Un pendón. De qué iban a ser los hornazos como son sin chorizo, a tener unos potentes callos su contundencia sin su chori ni a saber las lentejas como saben sin una longaniza albercana. La Alberca, Guijuelo o Ledrada eran aldeas de arrieros que llevaban los chorizos de allí o de Candelario a Madrid. Luego vino el tren, pasó por Guijuelo y lo desbarató todo. Uno es “choricero” por Candelario y a mucha honra, como soy matancero y pregonero de la matanza de Guijuelo, entre otras distinciones chacineras. Decir chorizo y Salamanca viene a ser lo mismo y así, en el Consorcio del Chorizo Español, que etiqueta y exporta chorizos al mundo exterior, hay empresas salmantinas, como no podía ser de otro modo: el chorizo salmantino tiene su sitio ahí fuera y no solo en la maleta de un “erasmus” que regresa o un charrito emigra. Viajar, salir al extranjero, sin llevar en la maleta un chorizo es una temeridad porque nunca sabes a qué te expones ahí fuera. Y, confieso, el chorizo sabe de otra manera en otro país, y dura menos.
Es difícil sustraerse al encanto del chorizo. Hasta Unamuno, con sus razones, hizo poema del “hombre del chorizo y de la siesta...alma llena de pimentón y aún de guindilla... triste pesadilla de nuestra alma española”. Qué hombre, ni le gustaba el vino ni el chorizo... Le metes en un secadero de Guijuelo, con esos cirios boca abajo, o en uno albercano, con sus longanizas trenzadas, y no lo supera, el hombre no lo supera. En fin, hay en el chorizo algo de portugués, dicen los filólogos, y también de romano; hay un Siglo de Oro negro, y un XIX costumbrista y literario alrededor del chorizo, que hoy conquista países con su elegancia y sabor. Y así como los partidarios del corral de comedias del Príncipe eran llamados “chorizos”, resulta raro que alguien no lo sea del propio chorizo.
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