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EL profeta Isaías nos recuerda que andábamos entre tinieblas esperando la luz. Y la luz se hizo, como leemos en el tercer versículo del Génesis. ... Pues bien, Salamanca parece tener un especial pacto con la luz. Cualquier paseante puede apreciar los cambios de tonalidad que se operan en la ciudad monumental dependiendo de la hora o de la estación. Por eso los fotógrafos han tratado siempre de capturar los distintos momentos de esa singular panoplia cromática que la ciudad ofrece.
Cada cierto tiempo aparecen libros que demuestran que Salamanca es una presencia que nos devuelve la mirada. Pero esa mirada supone un reto para el artista, quien ha de ser capaz de extraer lo que hay más allá de ese espacio, por muy monumental que sea. Incluso cuando está poblado de vacíos, de huecos, de silencios o de olvidos. El artista –en Salamanca hay muchos--, al fotografiar cada detalle de la ciudad, cada uno de sus colores, nos incita a mirar de otro modo lo que creíamos haber visto, esos rincones donde tantas veces estuvimos, pero que en realidad no fuimos capaces de entender en su plenitud. Porque la fotografía puede ser un poema que nos acerca con sigilo a tantos lugares para el tacto, para escuchar el silencio, para degustar la luz.
José Amador Martín Sánchez es un fotógrafo con oído que nos ha obsequiado con un nuevo libro en el que homenajea a la luz de Salamanca a través de las cuatro estaciones del año. Nos hace ver que en la fotografía la luz es una llave que abre la cancela de los nombres olvidados, de los senderos de vuelta a casa, del nuevo día, de los sueños. Su elogio de la luz es constante, una luz que le permite adentrarse en el negro o en el gris muy oscuro en sus fotografías en clave baja; o en los blancos y grises suaves que convergen en la combinación mágica y etérea de las que ejecuta en clave alta; o en la gozosa policromía que estalla como si quisiera salirse de las páginas de este libro bellamente elaborado. Amador nos hace ver otros universos salmantinos donde solo la mirada privilegiada del artista es capaz de autorizarnos a entrar en sus secretos.
Con estas fotografías se pinta lo que existe, hace que se perpetúe lo que amamos, nos invita a pensar, inocula entusiasmo y sensatez -tan necesaria en estos tiempos ásperos y grises-, y crea memoria, porque sin memoria, como dice Emilio Lledó, no hay ser. Estamos, pues, ante un objeto artístico que nos lleva de la mano a curiosear por espacios cargados de esos intersticios con los que se construyen los silencios. En el libro nos contemplamos para descubrirnos, atrapamos las imágenes de otros para diluir en ellas nuestra propia subjetividad. Y hallamos la expresión de una Salamanca viva, que muta y cambia con las horas del día y con las estaciones del año. Las de Vivaldi.
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