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Me encontré con Alfredo Pérez Rubalcaba hace un par de semanas o quizás tres. Le vi mejor que nunca y pensé que, pese a sus ... dotes para la política, haberse liberado por fin de ella le había hecho más libre y más feliz. “Por fin puedo disponer de mi agenda” —me confesó entusiasmado—. Y me sonó sincero. Todos los que tuvimos la suerte de poder conversar alguna vez con él sabíamos de su inteligencia, su compromiso y su sentido del humor. Charlar con él era una auténtica delicia, se tuvieran los mismos planteamientos que él o los contrarios. Rubalcaba era un hombre respetuoso y empático, aunque actuara con la misma cautela que contundencia a lo largo de su extensa trayectoria política. Quizás por eso tenía amigos en todas partes y también enemigos de su talla. Lo eran (amigos y enemigos políticos) Alberto Ruiz-Gallardón, Mariano Rajoy y Eduardo Zaplana, como también Josep Antoni Duran i Lleida y Josep Sánchez Llibre. Cada uno miraba desde un sitio pero sabían encontrarse las miradas, ponerse a prueba, medirse y aceptar la victoria o la derrota dentro del juego democrático. No se le resistió tampoco el entorno vasco que él supo manejar tan bien como para colgarse la deseada medalla del fin de ETA, en su época de ministro del Interior. Y tampoco los medios de comunicación a los que supo tener de cómplices en ese delicado momento para la democracia que fue la abdicación del rey Juan Carlos I, que él ayudó a pilotar al entonces presidente Rajoy, desde su cargo de secretario general del PSOE y líder de la oposición.

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