Permítanme los lectores el neologismo que me acabo de inventar. Los filólogos gozamos de cierta impunidad a la hora de jugar con el léxico, pero reconozco que a veces soy propenso a abusar de esa competencia y me dejo llevar por la deformación profesional. Pero ¡qué diablos! ¿No nos dicen los académicos que la lengua la hacen los hablantes? Pues eso. Se preguntarán ustedes a cuento de qué el «palabro» que encabeza el texto dominical. Lejos de mi intención comulgar con aquello que sobre los universitarios en general escribía Balmes: que nos dedicamos a hablar un lenguaje que nadie entiende acerca de unas cosas que a nadie interesan. Puede que en el fondo de mis oídos aún resuenen las mequetréficas (otro neologismo) palabras de esa ministra, a la que ni siquiera votaron en su pueblo, cuando tildaba de locura los horarios que rigen la hostelería nocturna. Ya sé que sobre este asunto han corrido ríos de tinta y que tanto tonto (aliteración) se ha explayado en innumerables tertulias radiofónicas y televisivas a falta de mejores temas que tratar. No faltan, por cierto, en estos días de amnesias, amnésicos, amnistías y amnistiados.

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Tiempos pretéritos hubo en esta ciudad en los que la vida nocturna –y no solo la juvenil— era una de las marcas características de Salamanca. Aquí acudían gentes de diversos lugares atraídos por el ambientillo característico de una población eminentemente estudiantil y jacarandosa «que hace donaire del vicio» (Cervantes). Farras y jaranas bullían no solo en el barrio chino, de singular arraigo y nombradía, sino en otros lugares ajenos a los pecaminosos zocos de la lujuria. Quienes éramos noctívagos por naturaleza aprovechábamos la noche en los establecimientos cuyos horarios gozaban, bajo cuerda, de bulas gubernativas. Cuando estos templos de la adoración nocturna cerraban, el bar de la estación abría sus puertas. Así, todo elemento supuestamente subversivo permanecía arredilado en una misma majada.

No faltaban en el extrarradio urbano lugares de cálida acogida para giróvagos zascandiles con vocación exclaustrada: el mesón de Arapiles, por ejemplo. Allí, al amparo de candelas, se atisbaba la mayor colección de vino Paternina que podía contemplarse por entonces. O La Coquette y el Mesón del Labrador, donde, con un poco de suerte y si la mujer del propietario lo permitía, se deleitaba a la clientela, entre chuleta y chuleta, a golpe de gaita y tamboril.

Luego vino la moda de los «drugstores», que durante un tiempo fueron antros de recalada predecesores de los modernos «after hours», y así podríamos seguir. No compliquemos innecesariamente las cosas que pueden ser sencillas. Deje la puritana ministra que cada uno coma o beba cuando le dé la gana, de día, de noche o de madrugada. Y que viva la hostelería (bien pagada, eso sí).

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