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Vivimos en una época en la que a todo se le puede sacar punta. Los expertos en comunicación lo saben, y por eso determinadas campañas publicitarias conllevan un plus de morbo, que es lo que «pone» al consumidor. Los anuncios de lencería femenina que aparecen en las marquesinas de los autobuses constituyen un buen ejemplo. Pero también los reclamos gastronómicos, en ese mismo tipo de publicidad o en las páginas de las revistas, están llamados a remover sensaciones, a aflorar regustillo en el estómago, a salivar cuando contemplamos con delectación esa hamburguesa jugosa, apetecible, tentadora, con su queso fundido, fluido casi corporal, que en lágrimas amarillas cae sobre la lúbrica panceta churruscada. Es el llamado «food porn» o comida pornográfica, nuevo anglicismo muy difundido en las redes sociales, acicate de la gula, estímulo para los placeres de la mesa, provocador de imágenes irresistibles que entran por la vista y definen la comida como objeto de deseo casi sexual. El «food porn» viene a ser como el sexo virtual.
En cambio, las fotos del hambre africana, los niños escuálidos de ojos inmensos y barriga hinchada, apenas captan ya la atención. Una parte del mundo pasa hambre, y con ese pretexto los listillos de siempre pretenden acabar con ella sacrificando los recursos que tradicionalmente han sido el sustento alimenticio de las civilizaciones que se lo podían permitir. Verbigracia, la occidental. La salvación del planeta, según los modernos redentores, niños pijos por lo general, criados con la cucharita de plata en la boca, abogan por la supresión de la ganadería porque la carne es mala y los pedos de las animalias inciden perjudicialmente en la capa de ozono. La agricultura, por su parte, esquilma la tierra, dicen. Todo ha de ser «eco-algo», escaso y caro.
El pollo y el cerdo, que hicieron posible la alimentación de millones de seres humanos, se han convertido en el blanco de supuestos conservacionistas de salón. Antiguamente el pollastre de corral, dotado de orgullosa cresta colorada se solía destinar a regalo de Navidad para médico de la iguala. Las gallinas llegaban a la mesa del pobre cuando ya no ponían huevos. Entonces, y solo entonces, un caldo ayudaba en caso de enfermedad o como alivio de las recién paridas. El gorrino era en los medios rurales el gran proveedor de proteínas y a la vez sustancioso ingrediente para el puchero durante todo el año. Los más pobres llegaban a intercambiar los jamones, que daban poco de sí, por tocino, a razón de uno a cuatro. A falta de chorizo, la imaginación inventaba sucedáneos a base de materias primas más modestas que, no obstante, servían para llenar la andorga. Ahora, la imagen de la comida seduce, atrae, hasta convertirla en objeto de miradas lascivas, casi pornográficas.
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