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En el Raso de la Nava de Covaleda, a más de 1.200 m de altitud, la dictadura inauguró en 1946 el Campamento Nacional “Francisco ... Franco”. Hasta finales de los setenta, allí cobraron sus galones los flechas, cadetes y guías. Allí cantaron Prietas las filas e invocaron a un futuro pleno de patria, justicia y pan, por ese orden. Allí se reúnen cada junio, aún hoy, los veteranos del Frente de Juventudes, e izan sus banderas con el águila de San Juan, el yugo y las flechas, y la cruz de San Andrés, nostálgicos de un imperio que jamás conocieron.
Ya peino muchas canas, aunque no tantas como para haber podido ser jefe de centuria. Nunca fui al páramo de Covaleda, pero alguien muy importante para mí quiso llevarme a conocer el lugar en el que, ya en los ochenta, vivió momentos muy felices con su prima. Mi curiosidad hizo el resto.
No hay taquilla que venda billetes al pasado, pero sí podemos regresar al mismo lugar en el que lo vivimos. “Donde fuiste feliz alguna vez no debieras volver jamás”, escribió Félix Grande. El equipaje que arrastramos a lo largo de la vida condiciona ese retorno, acrecentando el riesgo de que el pasar de los años destroce la ilusión. Otro poeta, Joaquín Sabina, expresó algo parecido cuando luego compuso para Ana Belén su Peces de ciudad. Ella situó en Macondo −él en Comala− el lugar en el que comprendieron que las vivencias no se dejan domar por la moviola. Con todo, la añoranza no nos traslada a la utopía, sino a una dicha real, auténtica, que, eso sí, siempre habitará en el pasado. El reencuentro será distinto al deseado y puede que nos sintamos defraudados. Pero los buenos recuerdos nunca se borran y la nostalgia, irracional e irreverente, nos insta a repetirlos. Aspiramos a ese momento mágico en el que la memoria vuelve a hacerse cuerpo y ansiamos encontrarnos con nosotros mismos; con las imágenes, los olores y las sensaciones que más sonrisas consiguieron sacarnos ese día.
Por eso fue bonito pasear al atardecer por ese claro entre el bosque de pinos, al pie del Urbión y la Laguna Negra. Poco nos importó la escenografía nibelunga de menhires de granito, conmemorativos de las sucesivas hornadas de chavales que, como Carlitos Alcántara, por allí pasaron. Sobre alguna de esas piedras se esculpió un impúdico vítor. Atravesamos el arco de granito que da acceso al lugar y caminamos hasta la ermita. Nos acercamos a los barracones en los que tantos niños se ducharon con agua fría o almorzaron en esas largas mesas de tablones, junto al arroyo. Yo recogí unas cuantas piñas secas para ese centro de Navidad que haré algún día. Ella buceó en su feliz pasado y lo compartió conmigo.
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