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Faltan todavía dos meses, pero las entradas están ya agotadas. “Ponedle precio”, he hecho pasar la voz en el hipotético mercado de reventa, pero ni ... por esas. El primer ensayo, que ha tenido lugar este pasado fin de semana en la Clerecía, ya anuncia un acontecimiento musical relevante y el aforo de la Catedral impondrá el número de privilegiados que puedan disfrutarlo. Porque será un único concierto.
Cualquier espíritu mínimamente emprendedor aprovecharía semejante oportunidad y haría el evento rentable. Cualquier concejal de Cultura se desmelenaría para proyectar ese potencial y hacerlo accesible a toda la ciudadanía. Cualquier oficina de turismo entendería, al primer vistazo, el enriquecimiento que ofrece este jalón.
Pero es nuestro talón de Aquiles: tenemos el don de crear Cultura, pero no se nos da nada bien gestionarla y mucho menos venderla. Ni los empresarios culturales ni las instituciones de Salamanca están a la altura de la vida musical de esta ciudad, lo que convierte en proeza los esfuerzos particulares por mantener el nivel. Por eso mi felicitación a la Universidad Pontificia, que celebra el 50º aniversario del Coro Tomás Luis de Victoria con un montaje del Réquiem de Mozart que trasciende lo protocolario para erigirse en hito.
Sepan solamente que 350 cantantes, varias generaciones, acuden desde la extensa red geográfica por la que ahora viven repartidos con el único objetivo de volver a hacer música juntos en la Calle Compañía. Y si apenas calientan las voces aquello suena a gloria bendita es porque detrás hay décadas de trabajo y electronvoltios de gozo por la música. Por la visión de Don Victoriano García Pilo, que allá donde esté mirará de reojo estos ensayos. De reojo, porque sin duda habrá organizado allí un coro de querubines y andará ocupado en los ensayos por cuerdas. Por la profesionalidad y el tesón de su actual director, Francisco Udaondo, que ha sabido recoger el testigo de esa gran herencia y actualizarlo y sacarle brillo. Y, como recuerdan los veteranos del Coro, por los tantos veranos de giras europeas, americanas y asiáticas, llevando en autobús un repertorio mayormente barroco hasta los más exclusivos escenarios, incluido el Palacio Imperial de Japón. El Coro Tomás Luis de Victoria ha osado cantar este mismo Réquiem en Alemania y en Austria, la tierra de Mozart, y ha recibido allí sonoras ovaciones. Doy fe. Y que los alemanes se levanten a aplaudir la interpretación de su música vertebral por voces españolas no es algo que suceda todos los días. Todavía siento escalofríos al recordar los primeros compases de esta Misa de difuntos en re menor en Lucerna, Suiza, una noche de julio, creo que de 1990, cuando los golpes de viento de una tormenta de verano arrebataron las partituras de los atriles y se hicieron presentes los demonios y los ángeles que han vuelto a desatarse este fin de semana entre los muros de la vieja casa de Jesuitas.
Esa es, en el fondo, la esencia del Réquiem de Mozart, la excelsa manifestación artística de la atronadora reflexión sobre la vida y la muerte, cuando ambas dimensiones de la existencia humana se piensan desde la perspectiva de la eternidad. Y el hecho de que sus notas suenen en Salamanca, con esta calidad y sin que lo público se implique, adquiere un cariz casi milagroso. Aquí, donde la Orquesta Sinfónica de Valladolid, que no de Castilla y León, actuará cuatro míseras veces en todo este año, donde ni siquiera hay una temporada estable de música clásica, florece este impagable concierto. Porque un coro no se improvisa: su formación no dura un año, ni cinco años: es necesaria una conjunción de talentos sostenida a través del tiempo, un liderazgo capaz de aunar voluntades y entusiasmar, un compromiso a largo plazo por parte de la sede que lo acoge. Y nada de eso se paga con dinero. Por eso insisto en que a esta ciudad le vienen grandes sus coros e insisto también en mi oferta: si es usted uno de los afortunados con invitación para este Réquiem, intente ponerle precio.
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