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Hemos pasado el 14 de abril en la república independiente de casa. Nada de manifestaciones públicas, como aquel otro 14 de abril de 1931, cuando ... se proclamó la II República. No ha habido comitiva desde el estudio al salón enarbolando la bandera tricolor, ni se ha izado en el balcón, ni se ha cantado La Marsellesa en estos tiempos del Resistiré, tampoco había otra barricada que la de mis libros, ni estaba Unamuno para decirnos que comenzaba una nueva era y terminaba otra; entonces dijo, desde el balcón municipal, que la que finalizaba les había empobrecido y entontecido, y hoy, quizás, diría lo mismo, porque él era así. Sabía don Miguel de confinamientos: sufrió el sitio de Bilbao, luego fue desterrado a Canarias y finalmente le confinaron en su casa sin desescalada a la vista, y no la hubo. No estaba el día para repúblicas, en estos días de ausencia de otras, por ejemplo, los pisos de estudiantes, llamados repúblicas en el Siglo de Oro. La mayoría de ellos partió a sus casas y la Fonseca salmantina, hasta donde llega la vista, se quedó triste y sola. Eso sí, el Colegio del Arzobispo ejerce de casa de cura y reposo, cuando manda –por ahora– el virus y se ha convertido en la preocupación de la res publica, del Estado entero. El lustro republicano fue una montaña rusa de emociones y no hay semana que no vivamos parecidas emociones y sobresaltos con la dichosa curva. El virus es como la grama (adiós, Agustín Salgado), que invade cuerpos y sentimientos; cortas por aquí y sale por allá, como bien saben los que tienen campo. Corre que se las pela y nos parece que lo hace más deprisa hoy, cuando era para ayer lo que se anuncia para pasado mañana. El ministro de Sanidad, Salvador Illa, el de la triste figura, repite sin cesar la expresión “en los próximos días” para desesperación general, y lo digo sin ningún ánimo, porque no llevo un epidemiólogo dentro, simplemente lo constato.

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