Rendir cuentas
Lunes, 15 de junio 2020, 05:00
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Lunes, 15 de junio 2020, 05:00
Recordarán, probablemente, que hace unas cuantas semanas, cuando nos encontrábamos en lo peor de esta crisis, muchos decían que no era momento de críticas sino ... de “arrimar el hombro”. Que había que esperar, que ya llegaría la ocasión, cuando se viera la luz a la salida de este túnel siniestro. Ese sería el momento de examinar con atención todo lo sucedido y de hacer balance. Pues bien, hemos ido superando fases, unos a más velocidad que otros, nos encontramos cerca ya del final del estado de alarma y se aproxima la llamada “nueva normalidad”. Podría pensarse pues que ha llegado la hora de rendir cuentas y exigir responsabilidades, aunque mejor no hacerse muchas ilusiones.
La evaluación de las políticas públicas, y el escrutinio de sus responsables, constituye no solo un elemento imprescindible para el desarrollo de las sociedades sino una de las primeras exigencias de higiene democrática. Se supone que los ciudadanos depositamos nuestra soberanía en personas a las que colocamos al frente de las instituciones para que gestionen con eficacia nuestros intereses. Por ello, debería formar parte de lo evidente, de lo que no sería necesario siquiera exigir, que dichas personas vieran en la rendición de cuentas una de sus primeras obligaciones. Así sucede, de hecho, en los países de tradiciones democráticas arraigadas, en los que los intentos de escurrir el bulto siempre merecieron la sanción que se dispensa a los caraduras y los incompetentes. O sucedía hasta hace poco tiempo, antes de que el deterioro de la calidad de la democracia llegase incluso a países que creíamos invulnerables a esta clase de males. Y no estamos hablando de responsabilidades judiciales, cuyo esclarecimiento tiene un camino específico que no debería mezclarse con ningún otro, sino exclusivamente de responsabilidades políticas, aquellas que deberían resultar decisivas en la orientación del voto de los ciudadanos, cuyo apoyo a una opción u otra tendría que depender no solo de simpatías ideológicas sino también de la eficacia mostrada en la administración de los asuntos públicos.
En esta situación terrible es mucho -y de enorme gravedad- lo que hay que dilucidar. ¿Qué falló en nuestro sistema de salud para que este colapsara durante varias semanas? ¿Qué explica nuestra imprevisión? ¿Cómo se entiende que el número de víctimas de la pandemia en España haya sido tan elevado? ¿Cómo ha sido posible el escandaloso número de infectados dentro del personal sanitario? ¿Qué ha sucedido en las residencias de ancianos? Y en nuestro nivel más cercano, ¿de qué derivan las negativas cifras de Salamanca? ¿Tenemos que consolarnos con la idea de que todo obedece a nuestra proximidad a Madrid, que -por cierto- nunca habíamos sospechado que fuera tanta ni tan íntima? Porque tres meses después desde el inicio del desastre, tenemos más datos que antes -últimamente hemos sabido, por ejemplo, que, según los registros civiles, España podría haber sido el segundo país con mayor exceso de muertes-, pero lo que estos evidencian es lo mismo que supimos casi desde el principio: que ocupamos un ominoso lugar de privilegio en el escalafón internacional de víctimas; que hemos batido marcas mundiales en las cifras de personal sanitario infectado; y que la situación en demasiadas residencias de ancianos ha sido dantesca.
Lamentablemente, sin embargo, los argumentarios exculpatorios e inculpatorios siguen mostrando -estos sí- una excelente salud y ya están en marcha toda clase de cortinas de humo que intentan dificultar que alcancemos alguna conclusión fundada. Llegamos tarde, pero es que llegaron todos, dice un ministro, obviando que ni todos llegaron igual de tarde ni los resultados de la demora han sido en todas partes los mismos. Creemos una comisión de investigación, dice un señalado miembro de la oposición, pero solo en el Congreso de los Diputados para controlar la labor del gobierno de España, no en los parlamentos de las Comunidades autónomas en las que gobernamos. Antes que formular cualquier autocrítica, desacreditemos a los críticos apuntando a sus perversas intenciones: si alguien opina que fue una irresponsabilidad promover las manifestaciones del 8 de marzo es porque está contra el feminismo, incluso contra las mujeres; si se dice que la gestión de las residencias de mayores en muchas comunidades autónomas ha sido lamentable es porque, por razones partidistas, se pretende desplazar el foco de atención de los verdaderos culpables. Y así sucesivamente.
Es obvio que esta dinámica resulta profundamente dañina para nuestras instituciones, sin que parezca que ello preocupe gran cosa a quienes deberían estar obligados a atajarla. Y aunque existan compradores -muchos, demasiados- para una mercancía tan averiada, los ciudadanos no deberíamos permitir que se salgan con la suya. Exijamos una información no distorsionada, denunciemos las dobles varas de medir y depuremos responsabilidades. Ha llegado el momento. No hay que esperar más.
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