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El pasado lunes, Pablo Montes evocaba magistralmente en estas mismas páginas la belleza de la Isla Bonita, pero también advertía del espectáculo de masas ... en que muchos medios han convertido el infortunio de los palmeros.
Todos nos hemos preocupado por la evolución del volcán, de sus ríos de magma y de sus cenizas; por la llegada de la lava al mar y por sus columnas de vapor de agua y gases tóxicos. Ya sabemos a qué temperatura salen las rocas de las entrañas de la tierra y cuántos miles de piscinas olímpicas permanecen ahí abajo, pendientes de salir a borbotones. Nos doctoramos en enjambres sísmicos, lapilli y piroclastos estrombolianos. Contemplamos la destrucción que deja el fuego a su paso, y no solo hemos visto caer más de mil veces –desde otros tantos ángulos– la torre de aquella iglesia construida por los vecinos; también hemos sido testigos virtuales de cómo cientos de hogares y negocios de personas eran derrumbados y deglutidos por esa imperturbable masa incandescente.
Dejamos de ser afganistanólogos para ser vulcanólogos de Cumbre Vieja. Ya fuimos notables virólogos. Ciencia y telerrealidad en el mismo informativo, en una misma mesa de debate. Cámaras, alcachofas de colores con reportero y algún dron para las noticias de la tres, aderezado todo con su oportuna guarnición de spots publicitarios, que nos jugamos el prime time.
Islas bonitas hay muchas en el mundo; incluso imaginarias, como la de Madonna. Yo nunca estuve en La Palma, pero Cristina me dice que su tierra, la que ahora arde, es la mejor del mundo. La belleza es una percepción tan subjetiva como intensa que trasciende más allá de lo que se puede contemplar, que es intemporal. Le tomo prestadas sus palabras porque explican una buena parte de todo aquello que no han acertado a transmitir los medios y que no se puede pesar, contar o medir, sino sentir: “Todoque era así, pero yo la recuerdo de otra forma: el olor de la casa de Víctor cuando Gregory hacía pizzas italianas, las verbenas en la parte de atrás de la plaza y la terraza los fines de semana, asomarte desde la guagua para ver de fondo si se veía o no la maravillosa casa de Garri, la piscina de Julio El Barbudo desde donde los atardeceres se veían de otra forma. Hacer dedo desde la Laguna hasta Todoque para descender a Puerto Naos, bajarte de la guagua para llevarte un bocadillo o un pepito donde Goyo, o ir a comer las papas locas compradas en Las Manchas tras la iglesia”.
Dice Cristina que, aunque la estructura se caiga, los recuerdos seguirán en su corazón. En el de ella y en el de todos los palmeros que miran al cielo esperando una respuesta.
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