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No nos libramos del recuerdo del intento de golpe de estado aquel 23 de febrero. El 23-F. Esta vez ha sido a cuenta de ... los cuarenta años de ese momento terrible en el que Antonio Tejero, precedido de su mostacho, con tricornio y arma reglamentaria, se encaramaba a la tribuna del Congreso de los Diputados y gritaba el ya clásico “quieto todo el mundo”, una orden que nos dejó helados, sorprendidos y aterrados, y que cumplimos como hoy las ordenes de Igea y Casado. ¿Quieto todo el mundo? Pues venga, quietos y a las diez en casa estés. A sus órdenes. Fue aquella tarde del 23-F taquicárdica. Me pilló en la radio, viendo el susto en la cara de mis compañeros ya mayores, y saliendo de ella al tiempo que varios “grises” entraban en los estudios para su protección, dijeron desde el Gobierno Civil. Me acerqué a la Plaza de Anaya, porque si algo pasaba se gestaba allí y muy especialmente en la Facultad de Derecho, donde tenía muchos amigos. Era aquella Facultad la de Tierno Galván, Francisco Tomás y Valiente y Gloria Begué, la de Inocencio García Velasco, “Chencho”, Enrique Rivero y algunas glorias más de aquellas inolvidables aulas. La normalidad tenía apariencia de exámenes, los famosos de febrero. Y la anormalidad era la desolación de las calles recién caída la noche. Se parecía mucho a los toques de queda de hoy: bares de recogida o cerrados y tiendas vacías. Los salmantinos estaban en casa pegados a la radio y la televisión esperando noticias. Que tardaron en llegar. Las sedes de los partidos eran una desolación, y por aquí y por allá se decía que algunos políticos de izquierda habían salido en dirección a Portugal o que alguien vio tanques en el Paseo de Carmelitas. Era comprensible el susto de unos y la alegría de otros, que esperaban la vuelta al antiguo régimen.

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lagacetadesalamanca ¡Quieto todo el mundo!