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En realidad, ya están aquí desde hace mucho tiempo. Comercialmente hablando, claro. Con los restaurantes dieron la campanada hace varias décadas y mucha gente se ... aficionó a la comida china. Todo un descubrimiento que hasta entonces solo se ofrecía en las grandes ciudades y, por supuesto, en el extranjero. En pocos años menudearon los restaurantes de nombres similares, alusivos a la Gran Muralla o a otras peculiaridades geográficas y urbanas, pero con idéntica decoración. Después, los bazares de todo a cien vinieron a instalarse casi en cada barrio, dando al traste con los pequeños negocios incapaces de competir en precios ante la masificadora avalancha de variopintas ofertas. Calidades ínfimas, por lo general, a precios ínfimos. Más tarde, buscaron mejorar la imagen de los comercios y camuflaron el origen inequívocamente asiático de los productos con una mejor decoración de las tiendas y con ropas y complementos de aceptable diseño a precios moderados y asequibles a amplios segmentos de la población. O sea, chinos que no parecían chinos, porque apenas se dejan ver caras orientales tras el mostrador.
En resumen, todo un revulsivo comercial que pasma cuando uno ve en los reportajes las gigantescas naves de almacenamiento y distribución en los polígonos industriales próximos a Madrid o los miles de contenedores que procedentes de China se descargan en los puertos de medio mundo. Poco a poco se están comiendo una buena parte de los mercados internacionales. Eso también forma parte de la globalización, qué duda cabe. Las fronteras se tornan líquidas, los capitales fluyen, las culturas se relacionan entre sí más que nunca, aunque lo hagan desde las asimetrías de los nuevos mercados globales y de los inevitables choques transculturales, a veces muy difíciles de superar. Que se lo digan a los habitantes de Hong Kong. El cosmopolitismo, concepto reciente en el que estamos inmersos, nos lleva a conjugar lo global con lo local.
El fenómeno más reciente ilustrativo de la implantación del gigante asiático en el mundo es la tienda llamada AliExpress, abierta este verano en las proximidades de Madrid de la mano de esa empresa (o empresario) de curioso e inquietante nombre: Alibaba. Por fin en algo somos los primeros de Europa. La inauguración, dicen los medios, rozó la epopeya, con miles de consumidores haciendo noche a las puertas del centro comercial.
Dudo de que podamos equilibrar el déficit comercial crónico que tenemos con China. Es más, su poder de infiltración en nuestra economía –dejo a juicio de los expertos valorar si es para bien o para mal— incluye, entre otros campos, las industrias conserveras, las chacineras y hasta las bodegas donde fermentan y reposan nuestros mejores caldos. Ay, si Mao, el del Libro Rojo, levantara la cabeza...
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