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TRAS la invasión de Ucrania, la directora del Teatro Estatal y Centro Cultural de Moscú, Elena Kovalskaya, anunciaba su inmediata dimisión. “No se puede trabajar ... para un asesino y recibir un salario de él” dijo.
Con esa frase tan sencilla y trágica al mismo tiempo, sospecho que Kovalshaya nos está explicando con más elocuencia que todos los ríos de tinta vertidos por los más altos catedráticos y analistas de la política internacional, la razón fundamental por la que en estos días el mundo despierta temblando aterrorizado, mientras contempla en televisión las espeluznantes imágenes de la guerra.
En algún momento de la película a Rusia se le fue de las manos el mecanismo con los pertinentes filtros de acceso al poder y por ahí se coló un personaje vil, cruel e inhumano. Ese indeseable, llamado Putin, que hemos escuchado mintiendo, amenazando como el más vulgar matón y finalmente ordenando la invasión. Ahora ya es un poco tarde para detener al sádico que se apoderó del mando a distancia del videojuego y maneja con una inquietante sangre fría el tanque que aplasta un coche circulando por las calles. O aprieta el botón de lanzamiento de los misiles que convierten en escombros edificios mientras las familias se amontonan insomnes en sótanos y túneles de metro.
Suele suceder en regímenes dictatoriales pero no exclusivamente. En una de las más legendarias democracias, accedió al poder Donald Trump, que si hubiera tenido un poco más de tiempo para completar su obra, también hubiera sido capaz de hacer saltar por los aires todo lo conseguido a lo largo de años de esfuerzo y diálogo, intentando blindar la paz mediante los correspondientes acuerdos de desarme.
Tal vez debamos tener bien presente, todos, en manos de quien dejamos la responsabilidad de dirigir y gobernar un determinado territorio. No es necesario dar con Teresa de Calcuta, Gandhi o Martin Luther King, pero sí convendría desactivar a tanto malvado hijo de puta adicto al poder. Es muy fácil detectarlos. Sus discursos están llenos de odio hacia los demás. Tengamos claro la necesidad de exigir personas razonables y empáticas, capaces de superar unos mínimos exigibles en ética y moralidad. Por encima de intereses, ideologías y errores, confiemos en las buenas personas y tendremos un mundo infinitamente más amable.
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