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La igualdad es deseable, pero su consecución resulta inalcanzable. Está bien como teoría, como desideratum, como aspiración a dignificar el género humano, como eje ... de argumentaciones teóricas. Sin alejarnos mucho de nuestro entorno nacional, los derechos y los deberes de una u otra autonomía ratifican la idea de que según la región en la que vivas tienes mayores o menores oportunidades, estás sujeto a distinto trato fiscal, recibes mejores o peores prestaciones.
Hay desigualdades notorias de las que se habla muy poco. Los beneficiarios de ellas enseguida apelan a derechos históricos, a fueros y otros anacronismos. Arguyen que están contemplados en la Constitución (que “ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales”). Pues peor para ella, que en su momento consagró para el País Vasco y Navarra tamañas extravagancias. Invocar en pleno siglo XXI “leyes viejas” puede justificarse solo a la luz de la historia de hace siglos. Hoy rechinan esas exenciones, inmunidades, cupos y conciertos –no precisamente musicales-- que nos remiten a carlismos decimonónicos de cresta colorada. Soportamos esos anacrónicos sueños marchitos, aunque sea a regañadientes, con la impotencia y la resignación de quien tiene que convivir con ellos. Es cuestión de cubrirnos la epidermis con buenas dosis de crema hidratante.
Algo parecido sucede en Cataluña, cuyos gobiernos han venido humillando, despreciando y pitorreándose del resto de la nación esgrimiendo singularidades, derechos tácitos, exenciones, inmunidades o, en un alarde de cinismo y “bilateralidad”. Ya no se andan con fumarolas ni embelecos, ni se conforman con la milonga del federalismo asimétrico. Lo que quieren es ser nación en una España estúpidamente definida por algún lerdo como nación de naciones. Y, además, hay que pagar con dinero de los españoles sus veleidades independentistas, sus políticas internacionales y sus escuelas donde el castellano se marchita y difumina a medida que la lengua dominante se transforma en un auténtico ingrediente identitario. Porque ese lingüístico “depósito de identidades” no tiene otra finalidad que la de soplar en la llamarada del nacionalismo.
Está claro que la capacidad para soportar humillaciones por parte del Gobierno no tiene límites, en tanto haya dineros para poner sordina al griterío independentista. Lo cómodo, desde hace décadas --con todos los gobernantes que en la Moncloa han sentado sus reales— ha sido dejar crecer la corrupción y el latrocinio en el seno de la catalanidad; y en el caso vasco, mendigar unos miserables votos a cambio de engordar a quienes acechan el momento de mayor debilidad para exprimir más y más a un Estado del que no se sienten partícipes. Así nos va con semejantes socios. Sí, buenos socios están hechos. Unos y otros.
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