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Era la crónica de un encierro anunciado. Lo vimos en China y nos asustó en Italia. Sabíamos que llegaría, pero no querías aceptarlo. Pensábamos que ... tal vez nosotros nos libraríamos, que... O tal vez ni siquiera lo creíamos, pero pretendíamos que sí, anonadados como estábamos ante las imágenes futuristas sacadas de las descripciones de un texto de Orwell. “Esto no puede estar pasando”, nos decíamos sin palabras. Los mensajes, desde el principio, eran tan inciertos, que tampoco podíamos imaginar que el asunto se recrudecería hasta tal punto. Las voces autorizadas de la sanidad nos aconsejaban calma y los periodistas, henchidos de responsabilidad, nos intercambiábamos mensajes de sosiego para no alarmar a una población dispuesta a lanzarse a los supermercados a asaltar las baldas. De pronto, cuando menos nos lo esperábamos —o tal vez justo en el momento en el que estábamos convencidos de que llegaría—, tras un 8M recomendado por un Gobierno, cuyas representantes se lanzaron a la calle, buena parte de ellas con las manos enfundadas en bonitos guantes de latex violeta, llegaron la actualización de números, el pánico y la primera de las medidas. Se acabaron los estudios en Madrid. De cualquier tipo. Todos a las casas. Eso un martes. El miércoles, cuando aún funcionaban con cierta regularidad los medios de transporte pese a la recomendación de viajar lo menos posible, aún no se habían suspendido de las fallas. En cuestión de pocos días, adiós a las fallas, a la Semana Santa, a la Feria de Abril y, de pronto, España entera cerrada, en un fin de semana donde aún la picaresca hacía gracias con los paseos de los perros. Mientras los ciudadanos nos acostumbrábamos al confinamiento y descubríamos a los nuestros en cautividad, los políticos empezaban a multiplicar sus contagios (porque a ellos y casi nadie más se les hacía la prueba correspondiente) y sus ganas de demostrar el poderío y aprovechar la ocasión. Iglesias, en cuarentena por el coronavirus 8M , se la saltó para acudir al Consejo de Ministros. “Quién dijo “miedo”, si yo soy el vicepresidente”, seguro que se dijo. Pero tenía intacta la salud. Tanto que casi deja sin ella al resto de los miembros del Ejecutivo pidiendo la intervención de la sanidad privada y las eléctricas, a ver si se las podían quedar para siempre. La revolución se suele fraguar en la tragedia. Los socialistas se mantuvieron firmes y pese a la oposición del líder comunista declararon el estado de alarma e impusieron medidas incluso a los independentistas vascos y catalanes, que se revolvieron. “Que nos quiten el aire para respirar en vez de las competencias” debieron pensar... Así las cosas, mientras el presidente también parece olvidarse del ejemplo y dejar la cuarentena para otros maridos de enfermas del Covid19, España está parada y según los vaticinios así seguirá mucho más allá de los 15 días señalados. Y desde casa me pregunto ¿hacemos lo correcto? La otra opción es la de los británicos y los suecos. Infectarse y no parar. En vez de pararse e infectarse. Porque ¿cuántos de nosotros tendremos o habremos pasado el virus sin saberlo?
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