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Palacio Real. Madrid, 22 de noviembre. Ceremonia de entrega del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Les confieso que me costó regresar. Salir de allí ... otra vez a la contaminación del aire, al país sin gobierno, a la retórica política y huera, a la España vaciada, a la España enfrentada, a la España corrupta, a la recesión que viene, a la incertidumbre a la que el futuro va... ¡Qué descorazonador resulta hoy poner en vuelo las palabras!
El Salón de Columnas del Palacio Real se había desbordado de belleza, y todo lo que quedaba fuera, por unas horas, se hizo muy lejano e imperceptible. Joan Margarit, poeta y arquitecto catalán, sin más herramientas que unos pocos poemas, había conseguido lo que ya casi nadie cree poder esperar: poner la existencia humana en su verdad tangible, la vida y la muerte en el difícil equilibrio de sus dimensiones, sin efectismos artificiosos, sin encubrir las heridas, sin hablar de esperanzas imposibles... La poesía tocando únicamente lo que tiene y siente de cerca el hombre. El hombre solo ante el hombre. Lejos de toda suerte de ingenuidades adolescentes. Lejos de los bosques ardidos de otoño y los espejismos de la lluvia. Porque tal vez ya solo quepa que la poesía pise la tierra, sin animadversión pero con crudeza, para poder afrontar —si es que aún es posible— un sencillo sueño de humanidad y de vida.
La presencia en el Palacio Real de Joan Margarit, al que la semana anterior se le había comunicado la concesión del Premio Cervantes, máximo galardón de las letras en lengua española, había despertado mucha expectación. Los medios se habían colocado estratégicamente para recoger cada palabra del poeta catalán y analizarla con lupa. Ya se sabe lo que a este país le gusta el que las personas se descubran en sus pelajes de bicha. Por una vez en mucho tiempo, las cámaras solo pudieron grabar la poesía del porqué sin porqué de la vida. Por una vez en mucho tiempo, la voz de un poeta nos hizo olvidar el histrionismo político de las fieras.
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