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Hoy en día no hay que nacer en un molino junto al Tormes para ser pícaro y practicar la picaresca. Basta con un simple golpecito ... de clic en un ordenador o enviar un mensaje a un teléfono móvil cualquiera para comenzar la fantástica aventura de vivir del cuento y llenarse los bolsillos de euros, sin pisar la calle.
Hace tiempo que venimos siendo informados de fraudes, timos y delitos de lo más variopinto. Los últimos, por ejemplo: la venta en red de los billetes gratuitos de tren, el trapicheo con el bono cultural joven, las trampas de la tarjeta Activa Salamanca o la red de delincuentes tecnológicos que ha estafado a clientes de entidades bancarias, entre los que se cuentan 80 salmantinos. ¡Menudo hampa!
Pero la nueva era ha impuesto sus formas de hacer demasiado aprisa, y no parece tan sencillo poder controlar a toda esta piratería telemática que no deja de darnos sustos.
¡Eso pasa por no tener a gente en las oficinas que te atienda como Dios manda! -me dice un vecino, al que no le falta razón. Y me cuenta la matraca de los teleoperadores que insistentemente le llaman desde números desconocidos. Todos tienen algo súper ventajoso que ofrecerle. Un servicio de internet de lo más rápido y barato. Una oferta de energía verdísima y a precio de ganga. O, por ser más derrochón y pensar en su porvenir, una póliza de las que se dicen de “todo-en-uno”: por el mismo precio el incendio de la casa, el seguro del gato y las pompas fúnebres, a todo trapo. Porque por lo visto todos estos comisionistas que le telefonean desde no se sabe dónde, son tan familiares y cercanos que desde el primer instante le tutean y le llaman por su propio nombre, sin apellidos siquiera. ¡Vamos, que creo que saben más de mí que mi misma sombra! -concluye mi vecino, retorciendo irónicamente el gesto.
¡Aggg! ¿Para qué esa Ley de Protección de Datos que, en lugar de proteger nuestra identidad y los contratos de nuestros servicios, nos tiene a merced de delincuentes y pelmazos? Nada tengo contra los teleoperadores, pues, al fin y al cabo, sé que llegan a este trabajo para ganarse honradamente los cuartos. Pero quizás habría que revisar y limitar los modelos de burocracia y relaciones de mercado, para que los usuarios no nos sintiéramos tan espiados, vulnerables y escamados como mi vecino. Cuando creíamos estar ya lejos de aquel siglo XVI de vagamundos desharrapados y pícaros mendicantes, el XXI comienza a hacerse un escandaloso relato de golfos y estafadores que solo precisan un móvil, hacer clic y esperar a que caiga la presa. ¡Qué genética!
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