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Mira por donde finalmente todos los estudiantes de Derecho recibieron totalmente gratis una clase magistral. Y en este caso, no impartida desde la cátedra de ... cualquier Facultad sino desde los platós televisivos mediante la emisión de una teleserie disparada a traición invocando a los instintos más básicos de la desprevenida y confusa audiencia.
Imaginemos, siendo generosos, que la genial idea sobrevino a consecuencia de las particularidades de la pandemia, que desaconsejaron las clases presenciales en la Facultad de Derecho y hallaron en este programa poblado por magisterios de la categoría de José Javier Vázquez, Kiko Matamoros, María Patiño, Lydia Lozano o la mismísima Belén Esteban, entre otras ilustres eminencias. Rocío Carrasco y Antonio David, serían esta vez los protagonistas.
La lección era tan sencilla como hacerle ver a los alumnos de nuestra universidad, algo que creíamos que ya deberían tener clarísimo a estas alturas de la película: que la administración de justicia en un país que no fuera una auténtica república bananera, no debería administrarla la audiencia de un programa de telebasura, sino la audiencia de un Tribunal de Justicia, con los jueces debidamente autorizados atendiendo a las pertinentes pruebas y testimonios presentados, respetando todas las garantías procesales que deben presidir asuntos de tanta enjundia y gravedad como el de los malos tratos.
Pero hete aquí el grado de estupidez de una parte importante de esa audiencia televisiva (entre ellos, nada menos que alguna ministra del actual gobierno), que llegaron a pensar que efectivamente ese juicio televisivo era mucho más justo, pertinente y digno que cualquiera de los ya dilucidados ante las instancias judiciales oportunas.
Como resultado de todo ello, tal vez a los alumnos de derecho con dos dedos de frente les haya quedado claro que efectivamente la sede legítima para ventilar este tipo de acusaciones eran los tribunales pero no así para los fanáticos del programa, que a partir de entonces, decidieron por su parte y atendiendo mucho más que al rigor de la ley a las evidencias que le procuraba su propio y caprichoso olfato quién podía ser el perverso criminal (ese mismo que no pudo comparecer en plató para defenderse al ser despedido unos minutos antes por la productora) y quién la víctima indefensa e inocente que tantas lágrimas hizo derramar por las mejillas de la desprevenida audiencia. Puro y duro surrealismo.
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