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SEGURAMENTE tiene razón la bulliciosa y excitadísima tropa de enfervorizados eurofans que todos los años por estas fechas entran en una especie de trance que ... les hace elevarse del suelo varios palmos, escapando de la dura realidad circundante para caer atrapados en un permanente estado de nerviosismo, ansiedad e histeria en el que parece irles mucho más que la vida con el resultado final de España en el concurso de Eurovisión. Aunque el resto del personal apenas nos acordemos del festival la misma noche del certamen y su adicción nos parezca un tragicómico e desproporcionado melodrama, está claro, como ellos nos argumentan, que también nosotros nos ponemos igual de intensos, ansiosos, frikis y hasta homosexuales (yo mismo esta temporada he querido matar a besos varias veces a Benzema), con el desenlace de la Liga, Copa y Champions.
Obviamente, nos creemos normalísimos, al igual que ellos se ven a sí mismos, inmersos en la vorágine de una pasión descontrolada que nos hace parecer lógico lo inverosímil, pero reconozcamos que en eso estamos prácticamente a la par: unos y otros saltando en el sofá celebrando goles o votaciones sin que en realidad lo que se juega nos otorgue otra recompensa que la alegría desbordada y gratuita de un arrebato inexplicable y desmedido.
Aceptemos pues que ahora saquen en procesión a Chanel con ese tercer puesto y que anden por ahí rindiendo cuentas a quienes seguimos pensando que la canción con tanto doom doom y tanto boom boom no es nada del otro mundo por más que ella sea la más extraordinaria y sensual bailarina desde los buenos tiempos de la Carrá. Nosotros también nos pusimos un tanto arrogantes mientras Marcelo anudaba la bufanda en el cuello de la Diosa Cibeles preguntando a los hinchas de otros equipos en qué curva descarriló la xavineta azulgrana que tan felices se las prometía o de qué marca de patatas fritas picará Simeone mientras contempla por televisión la final de París.
En realidad, unos y otros, por diferentes y distinguidos que nos creamos, pertenecemos a la misma estirpe. Justamente esa que desde niños se inventó una pasión saludable, divertida y trivial precisamente para eso de lo que tantas veces nos acusan: para dar esquinazo a la solemnidad, la madurez y todos esos graves problemas que tanto nos agobian.
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