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“La aplicación Radar COVID ha finalizado su actividad hoy tras una larga trayectoria gestionando los contactos positivos en covid en España. Muchas gracias a ... todos los usuarios que habéis confiado en nosotros”. Suena a chiste, ¿verdad? Pero así se despedía en Twitter este domingo una aplicación calificada por el Gobierno como una “valiosa herramienta”, que en realidad ha pasado sin pena ni gloria por nuestras vidas.
Confieso que me la descargué al poco de anunciarse y jamás recibí alerta alguna, a pesar de haber estado, como todo el mundo, rodeado de contagiados por coronavirus en algún momento de estos amargos meses. Radar COVID ha sido lo más parecido a una de esas aplicaciones para hacer deporte que nos instalamos a primeros de año y que luego nadie vuelve a abrir.
Su penosa trayectoria no tendría la mayor importancia si no nos hubiera costado a todos los españoles la nada desdeñable cantidad de 4,2 millones de euros. De ese montante, la mitad se invirtió en un fallido plan de comunicación y el resto en el desarrollo y, sobre todo, en el mantenimiento del programa que ha llevado a cabo una conocida empresa tecnológica, últimamente de actualidad por la renovación de su consejo de administración y sus relaciones con el PSOE.
Los datos que avalan su fracaso no dejan lugar a dudas. En estos dos años que ha estado en funcionamiento apenas ha detectado 124.555 contagios, ni siquiera el uno por ciento del total de casos declarados. Es decir, que nos ha salido la broma a 33 euros el contagio.
Recordarán que la aplicación ya nació con polémica, sobre todo, por las enormes dudas que generaba su modelo de protección de datos. Además, su tecnología solo funcionaba si el usuario del teléfono móvil tenía activado el Bluetooth del dispositivo en todo momento, algo que consume mucha batería y que por lo tanto no suele tenerse habilitado normalmente.
A pesar de que apenas se la descargó un veinte por ciento de la población española, la idea era buena. Se trataba de un complemento perfecto para el rastreo manual, aquel que se iba a hacer desde los centros de salud y en el que se implicó incluso al Ejército. Sin embargo, a tenor de todos estos datos, su ejecución ha resultado penosa. Y se ha convertido en la prueba de otro de los grandes fracasos que han marcado la gestión de la crisis sanitaria.
No ha sido el único. Ahora que ya se puede fumar en las terrazas, un hecho que parece anunciar gráficamente el fin de la pandemia, una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León obliga a la Junta a facilitar datos sobre los fallecidos en las residencias de ancianos durante estos dos años, ya sean públicas o privadas.
Y ese precisamente ha sido otro de los grandes fiascos de este tiempo: la falta de información o incluso la desinformación.
Parece mentira que durante todo este tiempo, el Gobierno regional se haya negado a facilitar estos datos amparándose en que, según los informes jurídicos que barajaban -habría que verlos- no entregaban esa información porque “podría perjudicar los intereses económicos y comerciales de las empresas que gestionan” esas residencias. Patético.
Madrid, Galicia o Baleares ya han facilitado estos datos, que ahora PP y Vox de Castilla y León se resisten a ofrecer. ¿Hay algo que ocultar? No digo que haya que crear una comisión de investigación sobre cómo se actuó en este asunto, porque cada vez creo menos en ese tipo de herramientas. Pero, al menos, que aporten las cifras. Aunque solo sea por dignidad y respeto a las víctimas.
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