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Le recuerdo que los que dan consejos ciertos a los vivos son los muertos, de los que hoy se acuerda el calendario. Día de Difuntos. ... Los muertos han dado sustos después de fallecidos, pero sustos de muerte, por ejemplo, cuando se arreglaba una calle cercana a una iglesia y aparecía el osario correspondiente. La excavadora hincaba sus dientes de acero y aparecían las calaveras rodando por aquí, las tibias asomando por allá y los fémures ni se sabe todo desbaratado para alegría de los chavales del barrio cuando pasaba la conmoción inicial y el espanto de los padres. Que uno recuerde y haya leído fueron sonadas las apariciones óseas de la calle Marquesa de Almarza de los pobres que murieron en el antiguo Hospital de los Mártires, y alguna que otra e n el Corrillo. Los chavales de mi barrio, lejos de osarios históricos, teníamos al cementerio como escenario de juegos y allá que íbamos en veranos a ver si de noche salían o no luces de las sepulturas, con más miedo que vergüenza. Un ruido, entonces, provocaba una estampida infantil cuyas velocidades nunca se nos acreditaron como marca olímpica, pero hubiesen pasado el examen. Los más atrevidos presumían de haber conseguido un hueso del osario, que habían escondido en no sé qué rinche, e íbamos muertos de miedo a ver el citado hueso para que no nos señalaran en el barrio, y allí estaba aquel resto blancucho arrebatado al esqueleto, que la mayoría de las veces correspondía al de un perro o un gato, pero quién lo sabía entonces. Ya mayores, la broma era que fulanito o menganito conocía a uno de Medicina que estudiaba con una calavera al lado e igual se la dejaba. Y supimos la historia del cráneo de Goya que anduvo por Salamanca, una ciudad que ha hecho del cráneo obras de arte, leyenda y aviso. Me refiero al cráneo universitario y a los que dan nombre a la Casa de las Muertes, con más cuento que Carracuca. Entre mis carencias escolares está la de un esqueleto en clase: nunca lo tuve, así que nunca pude llamarle Anastasio, que a mí me pareció siempre un nombre digno de un esqueleto escolar, igual que me moría de las ganas de ver lo que veía mi médico cuando me metía en la sala de Rayos X y encendía la iluminación roja. Nunca pensé, hasta muy tarde, que viese más que mis huesos, la osamenta, como la del Ecce Homo catedralicio.

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