¡No hay derecho, coño!
Sábado, 14 de agosto 2021, 05:00
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Sábado, 14 de agosto 2021, 05:00
NO se me van de la cabeza. Imagino como esos quinientos desvalidos buscan ansiosamente respirar con mascarilla, la frescura efímera del botellín de agua, ayuda ... para ducharse, el abanico improvisado, abatidos y sudorosos temiendo otra noche con somnífero incapaz de aliviar su desasosiego, y una tregua a sus dolores. Sufren, además, este calor sahariano, ¡previsible y previsto, coño! Sin serano al atardecer; sin tertulia “a la fresca”; sin la evangélica piscina probática. Están recluidos en el “campo de concentración” que parece el Hospital Clínico - excelente medicina, insufrible alojamiento -, sudando la gota gorda (y la menuda), sin un ventilador - expande el virus -, sin un acompañante – aunque solo sea buscar bebidas a la máquina -, y contemplando como también los sanitarios – que al acabar la jornada abandonan el horno -, marcan axilas delatoras. ¡Quiero estrenar una habitación!, gritará desesperado alguno desde su zulo, señalando las contiguas 507 del nuevo Hospital climatizado, confortables, olor a ropa limpia, pero ¡vacías! Como esos soldados que desde la lancha ven la playa, pero no logran desembarcar; o como el nómada sediento que ve cercano un oasis al que no acaba de llegar. ¿Quiénes son los responsables de que el traslado previsto para hace meses, se haya demorado? Descarto la mala fe, pero sostengo su grave negligencia, menos dañina que la del que se deja una gasa dentro, pero más enojosa, porque fue perfectamente evitable, con sentido común. ¿Dónde tanto defensor del paciente y de sus efluvios, a casi 40 grados y en alerta naranja?
Compadezco a esas quinientas almas sometidas no se si al infierno o al purgatorio, porque soy veterano ocupante del ruinoso edificio. Cuando estuve allí casi dos meses del verano del 2017 - ya sin aire acondicionado -, nunca pensé que tuviera que volver al destartalado hospital, lleno de excelentes profesionales. He vuelto varias veces, a tres exigencias que seguro que ustedes entienden: que me pautaran lentejas y clavos que chupar; a que viajara por mi intestino una cámara de televisión; y a contraer noviazgo con “Greta” - hasta que la muerte nos separe -, que me proporciona oxígeno. Pero entonces había acompañantes y se podían llevar refrigeradores (que útiles fueron los diminutos ventiladores de mano, con pilas, Made in China). También fui huésped diez días del Sanatorio “Martínez Anido, de Los Montalvos”, que nació como Antituberculoso. Doy por desaparecido el nombre del “cerdo epiléptico” para Unamuno, del que aquel generalote dijo “si yo pudiera no llegaría vivo a Fuerteventura”. Allí releí “La montaña mágica” de Thomas Mann y “Pabellón de reposo” del tísico Cela; y recordé a Greta Garbo, muriendo románticamente con camelias y el bacilo de Koch. Pero en ninguno de los dos hospitales cabe apenas literatura y si mucha desolación.
No, no se me van de la cabeza esas quinientas historias clínicas, tras las que hay quinientas almas con sus patologías, pero además exudando copiosa, inútil y cruelmente, por imprevisión de no sé quiénes y cuantos” responsables” de SACYL, ni de qué empresa. Y tal desbarajuste no lo arregla un plan de contingencia, articulado a destiempo y gestionado Dios sabe cómo. Hace muchos años, el jefe de cirugía del Hospital madrileño de la Princesa, Luis Estella Bermúdez de Castro, escribió en ABC que la Seguridad Social semejaba “un ciempiés con ataxia locomotriz”, imagen perfecta de la descoordinación en todos sus movimientos. Desgraciadamente, hoy se puede sostener idéntico y expresivo símil.
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