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Han pasado varios años ya desde aquella noche. Como en cada jornada de Champions en la que jugaba el Real Madrid, bajé al bar de la esquina a disfrutar del partido y, cómo no, del ambiente. Porque ver el fútbol solo en casa no es ... lo mismo. Al menos yo siento la imperiosa necesidad de sacar el entrenador que todos llevamos dentro. Y eso únicamente se hace hablando con el tipo que tengas al lado, aunque no lo hayas visto en tu vida. El fútbol une.
Mostraban en la televisión las alineaciones de cada equipo. No solía hacer mucho caso a la del rival. Solo pensaba en si el entrenador había dejado en el banquillo otra vez a mi jugador favorito, ese que no era el mejor, el que tampoco ganaba partidos, pero cuyos controles, regates o pases de cuarenta metros eran auténticas obras de arte que te erizaban el pelo a la altura de la nuca. Sin embargo, esta vez sí me fijé en los dos onces iniciales porque en el equipo alemán -quiero recordar- militaba algún futbolista español. Me puse a contar inocentemente y... ¡bingo! En el Madrid -mi “Madrí”- jugaban menos jugadores españoles que en el conjunto teutón. Mi desconcierto fue tal que echó por tierra todo mi forofismo. ¿A quién iba a animar ahora? Porque una cosa es que me guste el blanco y otra que me toquen lo español.
Aquella noche perdí mi virginidad futbolística. El fanatismo del balón no me había dejado ver hasta entonces -torpe de mí- en qué se había ido convirtiendo este deporte. Hoy, pocos clubes tienen una mayoría de canteranos en sus filas para que la afición -la que paga, la que hace auténticas locuras inconfesables a esposas y a amigos con raciocinio- se sienta identificada con ellos. Hasta el Athletic Club -a cuyos seguidores acompaño en el sentimiento por irse de copas últimamente- se saltaba a la torera sus principios “purasangre” y hacía pasillo a jugadores navarros y riojanos. Con tener un primo que un día pasó por el “bocho” y darle bien a la pelota ya tenías posibilidades de jugar en San Mamés como local.
Confieso que aquella noche no animé tanto a los galácticos. Y, como todo en la vida, el tiempo ha ido curándome de espanto y he gritado nombres de jugadores con apellidos impronunciables solo por vestir la elástica de mi equipo de toda la vida.
Pero todo tiene un límite. La idea que se venía fraguando tiempo atrás, y que se ha terminado de cocinar mientras los estadios enmudecían sin público, ya está aquí. Y promete hacer saltar por los aires cualquier atisbo de romanticismo en el deporte rey. Doce clubes de fútbol, que se autodenominan fundadores y entre los que hay tres españoles -todos sabrán ya sus nombres- van a organizar la Superliga europea. Una competición gobernada por ellos mismos, a la que van a invitar a otros tres para que se unan a esta cueva de Alí Babá y en la que dejarán jugar a otros cinco según “el rendimiento de la temporada anterior”. Vamos, una mafia, financiada por JP Morgan, para enriquecer a las empresas -me niego a llamarles clubes a partir de ahora- más ricas del balón.
Jugadores, exfutbolistas, entrenadores, directivos de las federaciones... han alzado su voz ante este despropósito elitista. Mientras, el socialista José Manuel Franco, acomodado en su sillón de la presidencia del Consejo Superior de Deportes, ha demostrado su cobardía al decir que era “prematuro pronunciarse” porque había que “escuchar a todas las partes”. Una vergonzosa forma de ¿defender? el deporte español.
La puesta en marcha de esta codiciosa e insolidaria competición supondrá un mazazo para los clubes modestos. ¿Qué alineación presentará el Barcelona cuando juegue contra el Getafe si no tendrá el más mínimo interés por la liga doméstica? ¿Qué ilusión van a tener los granadinos que han visto a su equipo medirse al Manchester United esta temporada si saben que este sueño se ha acabado para siempre?
No sé en qué terminará este dislate, pero, a buen seguro, cuando vuelvan a abrirse los estadios de fútbol y los aficionados llenen sus gradas, habrá un cántico que unirá a la mayoría de las aficiones de España: “Ni Barça, ni Madrid, ni Atlético de Madrid”.
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